La Jornada miércoles 8 de abril de 1998

Arnaldo Córdova
Racionalidad e irracionalidad en política

Los grandes teóricos de la política moderna, por lo menos hasta Kant, siempre vieron en la sociedad políticamente organizada un orden racional, lo que equivalía a pensar la política como una convivencia de intereses parciales y muchas veces enemigos entre sí, pero regidos y disciplinados por la ley y el gobierno. Ese orden racional no era ajeno al uso de la fuerza, que siempre se concibió como un monopolio exclusivo del poder estatal. Pero la fuerza fue vista como el último recurso y se pensó que debía ser usada sólo cuando la razón viniera a faltar. La razón fue identificada por John Locke como la verdadera ley natural del orden social y la hacía consistir en buscar el bien de los hombres que vivían en sociedad.

La política fue, desde Maquiavelo, un instrumento para hacer posible la convivencia social bajo el poder del Estado. Se trataba de un interés común. No podía ejercerse si obedecía sólo a un interés particular. Era el medio para hacer convivir todos los intereses sociales en un solo orden. Si se hablaba de ``orden'', éste no podía ser más que racional, vale decir, sometido al querer, guiado por el pensamiento, de todos los miembros de la sociedad política. Ese ha sido, en el fondo, el principio rector de todos los regímenes constitucionales y políticos de la era moderna.

La teoría de los intereses parciales que se oponen en la lucha por el poder político y que buscan presentarse como intereses generales de toda la sociedad nos viene desde Rousseau, y constituyó el núcleo esencial de la teoría política de Marx. Rousseau lo daba como un hecho natural. Marx lo condicionó a la toma del poder del Estado. Sin éste, postulaba el joven Marx, ningún interés de clase (particular) puede convertirse en interés de toda la sociedad (general). Rousseau privilegiaba el consenso de los ciudadanos; Marx, la violencia. Yo me quedo con Rous- seau. En éste, el orden político sigue siendo un orden racional, decidido por la voluntad libremente expresada de los ciudadanos.

El orden político, concebido así, se opone siempre al absolutismo, a la dictadura y a la tiranía. Su máxima expresión es el Estado de derecho, que no es únicamente el poder que rige mediante la ley sino, además, el que está previsto y previamente instituido y regulado por el derecho. Fue Kant el que llegó a este punto y para él era un producto de la razón.

¿Qué podríamos decir, a la luz de estas teorías fundadoras del Estado moderno de derecho, del Estado mexicano actual, del modo en el que se ejerce el poder y de la política que hoy estamos haciendo? Es verdad que la política obedece a intereses duros, fácticos, particulares, que buscan prevalecer a como dé lugar. Es la primera naturaleza de la política. Pero una segunda es que debe someterse a reglas, a normas prestablecidas, de otra manera se vuelve un campo de batalla en el que no hay lugar para el acuerdo o la convivencia. La racionalidad de la política, todavía hoy en día, consiste en buscar, sobre todas las cosas, incluso como ejercicio del poder, la convivencia de esos intereses encontrados que le dan vida a la política.

La irracionalidad es todo lo contrario. Se viola o se manipula el derecho constantemente o no se quiere legislar el derecho que ponga en paz a todos los intereses en pugna. El derecho ha acabado por representar esa racionalidad que da orden y disciplina a la vida social regida por el Estado. Argumentar convincentemente no quiere decir tener la razón. Todo mundo trata de hacerlo en el México actual. Y el resultado es el México Acteal, de lo que supuestamente todos abominamos.

La irracionalidad hoy se nos filtra por todos los poros de la piel y las fibras del tejido de la sociedad. Y eso es responsabilidad, sobre todo, del gobierno, cuyo juego político nadie acaba de entender. Pero es también responsabilidad de todos los demás actores de la política mexicana. De los partidos, todos, sin excepción; de los zapatistas, que le siguen apostando a la violencia: de las llamadas ONG, que sólo saben denunciar sin proponer nada a cambio; de los indios chiapanecos, que al parecer jamás podrán volver a vivir en paz; de los órganos de conciliación e intermediación que no saben ser neutrales en este espantoso conflicto; de los medios de comunicación, que se solazan en el escándalo, y de todos los que le van al desorden y a la anarquía.

Va a ser muy difícil que salgamos del lodazal en que nos hemos metido todos si alguien, por lo menos uno solo de los actores, no toma en serio sus responsabilidades y busca en serio la paz y el orden de que estamos urgidos. Y no se trata sólo de teorías. Estas, después de todo, sólo nos ayudan a interpretar y a entender el mundo. Estamos hablando de una necesidad real sin cuya solución estamos yendo directamente a un desastre nacional.