La historia de las rebeliones sociales en México es una historia a imagen y semejanza de su geografía política y cultural: intrincada, escabrosa, impredecible. Morelos reunió un poderoso ejército popular de indios y mestizos, derrotó una y otra vez, más política que militarmente, a las tropas de la corona, pero no pudo --¿o no supo?-- traducir sus triunfos en beneficios para quienes lo siguieron hasta el final. Un siglo después, Zapata corrió un destino similar. La rebelión zapatista, que se extendió desde 1910 hasta 1919, fue una obra política y militar asombrosa. Sin ella la destrucción del porfiriato habría sido inconcebible. Sin embargo, la historia le dio la espalda. Las ideas --o mejor dicho, los ideales-- del zapatismo poblaron la imaginación del siglo XX y sus instituciones sociales, pero los zapatistas, al igual que la mayor parte del campesinado, se desmoronaron a la hora de convertir el arte de la revolución en el trabajo oscuro de la edificación. Villa, Angeles, Mújica y los líderes sociales de los años veinte repiten esta historia a la manera de una condena: destreza en la rebelión y desamparo ante la consolidación. Los ejércitos populares de la Revolución Mexicana supieron vencer en la guerra, pero no en la paz.
La rebelión indígena de Chiapas ya se ha convertido en un movimiento social y político de orden histórico. No sólo ha transformado la geografía política del país, sino que ha llegado lo más lejos que puede llegar una auténtica voluntad de transformación social: la ley. Las cuatro propuestas que definen las posibilidades de la negociación --los acuerdos de San Andrés, las condiciones de la Cocopa, la iniciativa del PAN y la ley enviada al Congreso por el Poder Ejecutivo-- admiten, más allá de sus diferencias sustanciales, que el problema de Chiapas y de los indios es un problema de la forma del Estado en su conjunto. La rebelión de la selva ha producido los primeros atisbos de una transformación radical que aguarda al país en el siglo XXI: el paso del Estado-nación al Estado-mosaico, del Estado homologador al Estado fundado en el derecho a la diferencia.
En cierta manera han mejorado a los antiguos zapatistas. Zapata y sus hombres jamás se hicieron de la posibilidad de negociar la Constitución que se firmó en su nombre. Falta la mitad del camino o más. Falta asegurar que la condena de Sísifo que ha desmoronado el triunfo de la destreza rebelde no vuelva a repetirse. Para ello hay que asegurar que lo que sucede en el país legal suceda simultáneamente en el país real.
No sé si el EZLN deba o no negociar el día de hoy. Es un asunto de astucia y sensatez que sólo ellos pueden decidir. En algún momento tendrán que hacerlo. Uno imagina que negociar con una pistola en la cabeza no significa necesariamente negociar. Para convencer, el gobierno se ve en la necesidad de demostrar que su iniciativa del ley es efectivamente una iniciativa de paz, y no un nuevo intento para hacer aparecer al EZLN como un organismo fuera de la ley. De lo contrario lo único que queda es la confusión y el vaticinio del crimen y los cuchillos largos. Para ello debe desmilitarizar la zona, crear un ambiente de distensión, reformular su propia responsabilidad.
De las dificultades de esta autorreforma habla un sentimiento que define al espíritu de la iniciativa del Poder Ejecutivo. Dice así: ``...la marginación de los indios... es... un obstáculo... a nuestro desarrollo''. Una efectiva filosofía de paz, es decir la que hace posible mirar al otro en el rostro como alguien que nos incumbe y no como una proyección de nuestras propias deformidades, debería empezar por constatar el principio radicalmente inverso. Léase: el obstáculo al desarrollo de los indígenas es ``nuestro'' desarrollo, el Estado actual. Una ley que no lleva consigo el respeto por la soberanía de ese otro que sí me incumbe puede ser escuchada como una declaración de agravio.