La Jornada domingo 5 de abril de 1998

Sergio Ramírez
Chiapas, un conflicto de todos

Cada vez que alguien me pregunta cómo me siento en México, me gusta responder que como un personaje de Gogol que llega a San Petersburgo desde la Rusia profunda, asombrado y ansioso de novedades. Cada vez es un viaje desde la provincia al ombligo múltiple en ligaduras y honduras, donde todo puede tocarse, y sentirse. Y oírse.

Dos semanas en México me metieron, otra vez, en la vorágine de discusiones sobre el conflicto de Chiapas, cada vez más encendidas. Chiapas, de donde parece que vengo, porque nos parecemos tanto.

Me la pasé oyendo a mis amigos intelectuales, opinando yo mismo a veces. Y me la pasé sobre todo aprendiendo de un conflicto cuyos entreveros ignoro más de lo que imagino. Chiapas, de donde parece que vengo, es un lugar donde nunca he estado, a pesar de que siempre he estado, porque es como Nicaragua, o como Guatemala.

Pero, ignorancia y amor de por medio, la primera conclusión que pude sacar esta vez en limpio es que quienes tienen opiniones encontradas, cada vez se están oyendo menos unos a otros. A un viejo maestro filósofo le oí decir que Chiapas es obra del criterio de buen salvaje que los europeos conservan sobre América Latina. A otro, con aire de gravedad, que el problema indígena es obra de la exageración, si apenas, inflando la cifra, los indígenas alcanzan 10 por ciento de la población total de México.

Es fácil advertir que hay una pérdida de la serenidad. Y lo que más preocupa a gente como Carlos Fuentes y Carlos Monsiváis es la atmósfera de xenofobia que se está creando, como si los extranjeros -una definición bastante plural- fueran los responsables de la mala imagen de México -y como si sólo fuera un asunto de mala imagen.

Para Monsiváis, hablando en el acto de declaración de la ciudad de México como ciudad de asilo para escritores perseguidos, el sentimiento xenofóbico es contrario al verdadero espíritu mexicano. Y es cierto. México se ha nutrido de diferentes olas de perseguidos a lo largo de su historia, judíos, republicanos españoles, estadunidenses víctimas del macartismo, centroamericanos víctimas de las satrapías bananeras, sudamericanos víctimas de las dictaduras de seguridad nacional.

Es un sentimiento al que se quiere dar vida de manera artificial, ha repetido Carlos Fuentes. En el acto de celebración de los cuarenta años de su novela fundadora, La región más transparente, celebrado en un salón de bataclán, nos llamó a mí, a García Márquez y a José Saramago, escritores también mexicanos, como para conjurar los malos espíritus. Y yendo al día siguiente en el taxi que me llevaba a mis clases en el Centro de las Artes en Río Churubusco, la radio informaba sobre una inmigrante francesa denunciada por sus vecinos por dar lecciones a domicilio, sin tener permiso de trabajo. Difícil de aceptar en el México de todos, donde no se supone que existan los comités de cuadra.

Cuando me lo preguntaron, porque yo vengo de la experiencia de un largo conflicto que dividió a Nicaragua en todos sus sectores sociales, empezando por los campesinos, y dividió también a las familias, yo dije que en México se está a tiempo de hallar soluciones de fondo, sin pagar costos aún mayores y destructivos. Que el esfuerzo mayor debe ponerse en encontrar una salida negociada, que dure. Que ninguna fuerza paramilitar debe ser tolerada, para que prospere, porque termina en volverse incontrolable, como en El Salvador o Guatemala, algo señalado con mucha justicia por José Saramago.

Y también, que ninguna propuesta de solución unilateral, por muy buena que sea, puede terminar con un conflicto, porque siempre necesita ser acatada por todas las partes, que primero deben aceptarla. Y que las soluciones negociadas no deben dejarse nunca para después, porque entonces el antes se vuelve terrible en costos de sangre y sufrimientos. Y que la arrogancia es la peor consejera de cualquier negociación.

De estas dos semanas tan intensas, regresé a Nicaragua un poco mejor instruido, pero deseoso de ir a Chiapas, para aprender más, y orgulloso del título honorífico de escritor nicaragüense-mexicano que me dio Carlos Fuentes la noche de la celebración de su novela fundadora.