En el barullo de la posible reforma de la LFT, la palabra más mencionada ha sido, sin duda, ``flexibilización''. ¿Qué significa? Aparentemente quitar las rigideces de la ley que se reflejan, sobre todo, en la dificultad para celebrar contratos de trabajo a tiempo fijo, terminables sin responsabilidad empresarial; obligar al trabajador a llevar a cabo todo tipo de tareas, en el lugar que a juicio del patrón sea necesario, creando una especie de ``mil usos'', o pagar el salario estrictamente en términos de la productividad que la actividad del trabajador pueda generar. Una productividad que signifique sólo mejor producción, más abundante y de menor costo, pero que olvide el otro lado del compromiso: trabajo más cómodo, de menores riesgos y de mayores ingresos.
El tema de la flexibilización se presenta, pues, como una mejoría de las relaciones laborales, capaz de ayudar al compromiso que impone la globalización económica y de cumplir con los tres principios del Acuerdo de Cooperación Laboral de América del Norte (ACLAN): competitividad, calidad y productividad. Es la clara visión empresarial de los acuerdos laborales que en el fondo y en la superficie defienden al empresario de la agresión que pueda suponer una competencia fundada en el incumplimiento de las normas de trabajo, pero que también hacen evidente que lo importante es la competencia pero no la justicia social.
Ese asunto de la flexibilización parecería la gran novedad nacida de las crisis capitalistas que asuelan al mundo con su enorme dosis de desempleo y de procesos reiterados de inflación. Curiosamente se dice que el socialismo feneció con el Muro de Berlín, a finales de 1989, pero no se dice, en cambio, que el capitalismo muere como sistema cada día, dado su absoluto fracaso para poner remedio a la extrema miseria y a la pobreza que caracterizan al mundo actual.
¿Qué se pretende, realmente, con esa flexibilización? Adelanto algo: no estoy en contra de ella en forma total si sacrifica comodidades para los trabajadores en beneficio de una producción de mejor calidad y compartida en sus resultados, pero la rechazo si implica la pérdida de derechos fundamentales.
En la preparación de una conferencia que dicté este jueves en la Universidad Lasallista Benavente de Celaya, invitado por su rector Héctor Aguilar, me di cuenta de que las exigencias de flexibilización no son otra cosa que traer a estos tiempos de crisis los mecanismos de absoluta explotación que obligaron al nacimiento del derecho del trabajo.
Cerrada la larga etapa de las corporaciones de oficios y nacida la gran industria, el empresario disfrutaba de todos los privilegios: jornadas inhumanas, salarios pagados muchas veces con documentos y no con dinero; irresponsabilidad ante los riesgos de trabajo que se atribuían a la culpa del trabajador; salario menor para mujeres y niños; condiciones de plena insalubridad e inseguridad de las fábricas; despido libre y represión de las formas incipientes de organización de los trabajadores.
Todo eso se llama ahora ``flexibilidad'' y se ha convertido en la bandera empresarial frente a la reforma de las leyes laborales.
En muchos países, incluyendo varios de América Latina, esas viejas reglas sustituyen ya a las tutelares del decadente, en esa perspectiva, derecho del trabajo. En Europa se han hecho todos los ensayos necesarios para lograr la flexibilización de las normas, aunque las últimas experiencias (España, 1997) representan ya un arrepentimiento ante los graves problemas que causan los contratos temporales.
Entre nosotros ha sido siempre más fácil dejar las leyes como están, porque favorecen a ese corporativismo sindical que nos repugna, y en cuanto a lo demás, hacer cada día, en los hechos, una nueva normatividad. Al fin y al cabo para eso están las incondicionales juntas de conciliación y arbitraje.
Hay que admitir sin duda mejoría en el manejo de la fuerza de trabajo, pero en beneficio de ambas partes. Lo que no se puede aceptar es volver a la prehistoria industrial y a la total explotación de la mano de obra.