Misántropo, racista, homófobo, sexista, Melvin Udall (Jack Nicholson) es todo eso, y es además un neoyorkino cincuentón y amargado. Mel odia a sus vecinos, en especial al carilindo vecino gay que se desvive por su infumable mascota canina, Verdell; odia también cualquier alteración al orden y la rutina. Por las calles evita las grietas y las líneas, y entorpece con sus patéticas manías el paso de los demás. Gruñe, vocifera, maldice. En su restaurante favorito, elige siempre la misma mesa, los mismos supelativo. Es la versión masculina de Cruella De Vil o de Margo Channings (Bette Davis).
Mel, exitoso escritor de novelas románticas, tiene ingresos suficientes para alimentar su altanería y su desprecio por la humanidad entera. Es todo un personaje de caricatura, un villano tan singularmente odioso que cualquier espectador adivina muy rápido que, según los cánones de la fábula social hollywoodense, terminará por ser un ser absolutamente adorable. El no tendrá que pasar por el largo itinerario de Joel McCrea en Por meterse a redentor (Sullivan's travels, Preston Sturges, 1941) para descubrir su vocación humanista. El salto será para él más rápido y fantástico. Más de medio siglo después, el optimismo social de Sturges o de Frank Capra tiene en Hollywood una versión posfeminista y posliberación gay. El odioso cascarrabias recibirá una curiosa educación sentimental, el aprendizaje acelerado de la corrección política liberal.
En Mejor... imposible (As good as it gets), el veterano del melodrama intimista y del optimismo social, James L. Brooks (La fuerza del cariño, Terms of endearement, 1983), maneja un excelente cuadro de actores, en el que naturalmente sobresale, a golpes de gesticulaciones y actitudes muy elaboradas, Jack Nicholson, dueño absoluto de la situación cómica. Helen Hunt tiene un desempeño notable como Carol Connelly, madre de un niño asmático, cómplice sentimental del joven gay, y astuta domadora de Melvin, el energúmeno incapaz de expresar sus sentimientos. El director muestra también un buen grado de astucia al presentar a Melvin/Nicholson como emblema del estadunidense reaccionario, a lo Jesse Helms, y al confrontar al espectador medio con sus propios fantasmas: con la tentación traviesa de proferir el chiste pesado contra mujeres y maticas, contra judíos y negros, con el espíritu frívolamente transgresor de la incorrección política.
Y tan eficaz resulta la cinta en este aspecto, que algunos grupos gay protestaron durante el estreno de la cinta por el estereotipo de Simon Bishop (Gregg Kinnear), el homosexual rechazado por sus padres, golpeado por prostitutos y finalmente redimible por la amistad y tolerancia del filántropo improvisado. El ataque parece excesivo. Brooks se limita a construir una fábula en la que las contradicciones y asperezas sociales se van limando poco a poco, donde la mirada húmeda de una mascota llega a transformar una existencia y donde ya no hay lugar para la discordia. Todo lo inverosímil de la trama, lo previsible de las situaciones, se vuelve parte esencial de la celebración de una utopía sentimental.
Jack Nicholson muestra su habilidad para la comedia en secuencias notables como la cena en la que intenta declarar su amor a Carol, haciéndole los comentarios más torpes sobre su forma de vestir o sobre la posibilidad de ser la iniciadora sexual de Simon, el joven artista gay. A su vez, Carol sueña con tener un novio común y corriente, y no un pretendiente neurótico; en uno de los mejores momentos de la cinta, su madre le comenta, irónica y dulcemente, que ese novio ideal no existe. En Mejor... imposible la brillantez de los diálogos y la calidad de las actuaciones se sitúan muy por encima de la trama, elemental y esquemática.
Brooks parece transportar a la pantalla el espíritu de modernización de series televisivas estadunidenses como Ellen, donde actualmente abordan, con espíritu de franca tolerancia, temáticas que antes se consideraban ``fuertes'' o inconvenientes: el personaje gay que asume con naturalidad su preferencia erótica o la mujer independiente que ensaya nuevas opciones amorosas, asumiendo al mismo tiempo su responsabilidad material. Melvin es el elemento inesperado que precipita el cambio en quienes lo rodean. En la fábula social de Brooks, él es, en forma muy paradójica, el demoledor de las rutinas, las certidumbres y los convencionalismos. Una buena idea de comedia crítica: el odioso intolerante es finalmente el gran revelador de la intolerancia ajena.