Platón sostenía que en la sociedad oligárquica era sumamente peligrosa la separación entre los ricos cada vez más ricos, con su ideología, su nivel de vida, sus costumbres, sus residencias completamente diferentes de las del resto pobre de la población, y esta mayoría cada vez más ajena a la llamada élite dominante. Según el filósofo, los primeros estaban obligados a dedicar una cantidad creciente de preocupaciones y esfuerzos a evitar el estallido de los segundos y éstos, a su vez, se veían empujados cada vez más a preparar su rebelión. Para Platón dicha sociedad era inestable, inviable.
¿Qué diría de una sociedad excluyente y que pauperiza a un número creciente de personas, arroja fuera del mercado a centenas de millones de seres humanos, asegura un alto nivel de consumo a menos de un tercio de la humanidad y concentra como nunca la riqueza en un diminuto sector social, fácilmente controlable y expropiable, fuente del odio o de la envidia de todos sus contemporáneos?
¿Puede existir durante mucho tiempo una separación tan total entre el modelo de familia Inverlat que se presenta como normal y la vida real de decenas de millones, no digamos de indígenas, sino de trabajadores rurales y urbanos?
Es evidente que una sociedad con tan desigual distribución de la riqueza es políticamente peligrosa, además de moralmente inviable.
La equidad, la justicia social son, por lo tanto, indispensables para reforzar la unidad nacional y la propia seguridad social. Y la democracia, así como la creación de un amplio mercado interno facilitando el acceso al trabajo y a la producción a quienes padecen hoy la desocupación abierta o disfrazada, son la condición sine qua non de la supervivencia misma de un país, de una identidad nacional, de un proyecto de nación.
La política del capital financiero internacional no sólo es insostenible desde el punto de vista económico (basta pensar en lo que puede pasar dentro de unos años con el desarrollo del modelo de consumo californiano en China, por ejemplo); no sólo es criminal desde el punto de vista ambiental, también es aventurera desde el punto de vista político y social, y prepara grandes estallidos sociales o feroces dictaduras para evitarlos o reprimirlos, o sea, un mundo caótico, salvaje.
La alternativa a esta atroz perspectiva debe unir la distribución más equitativa de la riqueza con la incorporación a la producción de cientos de millones de seres humanos potencialmente productivos que no encuentran dónde emplear sus capacidades y talentos y con la democracia más amplia y efectiva. La autogestión social generalizada escapa, a la vez, a la esterilidad de la planificación centralizada y burocrática, que es fuente de corrupción, ineficacia y privilegios, y a la terrible injusticia resultante de la ceguera del mercado, que asigna recursos a productos inútiles o nocivos y los niega a las necesidades humanas más elementales, pues se guía sólo por el lucro individual. Al mismo tiempo, crea una nueva y más sólida identidad colectiva y da una base ética a la sociedad, mientras educa en la solidaridad y en la democracia, en el reconocimiento del pluralismo en las opciones, en la discusión de ideas y proyectos desde el punto de vista del interés común.
Si se quiere preservar la civilización, hay que acabar con la organización de la sociedad en interés exclusivo del capital y llevarla a su autoorganización. No hay contradicción en esto con el funcionamiento mundial del mercado ni con la interrelación e interacción entre las diferentes economías; lo que hay es una profunda modificación de la utilización de los recursos, de qué se debe producir, de para quién se produce, para modificar necesidades y mercado.