Pablo Gómez
El muerto en el ropero

El gobierno federal ha firmado obligaciones de pago en favor de instituciones financieras por un total de 552 mil 300 millones de pesos (unos 64 mil millones de dólares; el 15 por ciento del Producto Interno Bruto mexicano). Esta fabulosa cantidad no podrá recuperarse más que en una mínima parte, la cual no será nunca superior a los intereses que cada día es necesario pagar.

Se trata de la asunción por parte del gobierno de deudas de particulares con bancos, de partes sociales de instituciones bancarias quebradas pero resucitadas y de otros activos que, en su conjunto, no son más que la basura financiera de la reciente crisis económica. El Presidente de la República decidió, solo, como siempre, endeudar al país.

El Congreso de la Unión jamás autorizó una sola operación de endeudamiento y el gobierno no actuó directamente sino a través de un fideicomiso del Banco de México, llamado Fondo Bancario de Protección al Ahorro (Fobaproa), el cual no está autorizado para esta clase de funciones.

Esta inmensa deuda es inconstitucional e ilegal. La Carta Magna señala que es el Congreso el que debe autorizar los empréstitos (artículo 73, fracción VIII). La ley autoriza al gobierno federal a otorgar garantías públicas para la realización de operaciones crediticias, ``siempre que los créditos estén destinados a la realización de proyectos de inversión o actividades productivasÉ que generen los recursos suficientes para el pago del créditoÉ'' (artículo 4, fracción IV).

Ahora, el Presidente pide al Congreso que incremente el monto autorizado para el financiamiento neto de 1998, establecido en la Ley de Ingresos, por la cantidad de 552 mil 300 millones, con su ``correspondiente efecto en el Decreto por el que la Cámara de Diputados aprobó el Presupuesto de Egresos de la Federación para el mismo ejercicio fiscal''. En otras palabras, el gobierno demanda que la representación nacional reconozca la deuda y la mande pagar, tres años después de que se iniciaron las operaciones ilegales de endeudamiento.

No obstante que la Constitución y la ley han sido violadas, con su cara dura presidencial el titular del Ejecutivo pide a los legisladores que admitan y se hagan cómplices de sus personalísimas decisiones. El argumento gubernamental es que de esta manera se salvó al país de una catástrofe mayor, como hubiera sido que todos los bancos quebraran efectivamente y la mayoría de los depositantes perdieran su dinero.

Pero había otras posibles soluciones, probablemente mucho menos costosas. Entre ellas, la concesión de subsidios a las tasas de interés activas para proteger la planta productiva y el ingreso de los deudores hipotecarios, de tal manera que las erogaciones del gobierno ayudaran a quienes se encontraban asfixiados por las deudas y no solamente a los banqueros y a los grandes ahorradores.

La crisis económica iniciada en diciembre de 1994 fue encarada con precipitación e ineptitud por parte del Presidente. No solamente se dejó rodar el tipo de cambio más allá de lo indispensable, sino que se fomentó la recesión desde el gobierno, mediante el ahogamiento de la actividad productiva, víctima de una revolución súbita de las tasas bancarias de interés. El mercado ajustó casi todo (excepto a los dueños del dinero), pero no es esto lo que permite un gobierno responsable cuando llega una crisis.

La nueva deuda de más de medio millón de pesos constituye un elemento consistente de la crisis de las finanzas públicas de México. Como Ernesto Zedillo socializa todas las pérdidas de la aventura neoliberal y privatiza todas las ganancias, entonces el gobierno no propone ninguna medida de incremento efectivo de los ingresos públicos. Los intereses a pagar por esa fabulosa deuda gravitarán durante muchos años en el gasto público, más aún de lo que ya lo han hecho recientemente (27 mil millones de pesos sólo en 1997).

La crisis de las finanzas del Estado será una de las puertas que lleven a México, pronto, a un episodio más de su endémica crisis económica. El crecimiento actual del PIB no es más que una fugaz circunstancia, apenas sostenida por la decisión de pasar a los contribuyentes, a escondidas, la factura de las inmensas pérdidas de los dueños del dinero. Pero el fisco mexicano no está para asumir sin más, como ocurría antes, los malabares de la economía ficción de aquel populismo tan criticado por los actuales gobernantes y tan repetido por ellos mismos, aunque reducido ahora solamente al beneficio de quienes más tienen: se ha pasado del populismo al elitismo económico.

El muerto que el Presidente ha mantenido en el ropero durante tres años, por fin estará a la vista de todos. Es un cadáver hediondo que durará todavía mucho a la intemperie antes de ser sepultado. Salinas lo sentenció y Zedillo lo mató, ¿quién será el que pueda enterrarlo?