Octavio Rodríguez Araujo
Pobre país

A Enrique Calderón,
mi solidaridad

El gobierno de Zedillo no cuida las formas. Usa las leyes arbitrariamente (como lo ha hecho con los extranjeros con visas de turista) y, por lo mismo, se contradicen sus funcionarios en sus declaraciones y actos. Dicho de otra manera, al Presidente y a sus empleados les tiene sin cuidado la opinión pública sobre la forma en que se aplican las leyes. Para eso representan el poder, y éste se ejerce con criterios de cacique rural en tiempos que nada tienen que ver con la presunta modernidad en la que está entrando el país.

La legitimidad, que no debe confundirse con la legalidad, la encuentran Zedillo y sus empleados (oficiales y oficiosos) en los votos que obtuvo el PRI en 1994 y en la representación en el Congreso de la Unión que el Ejecutivo ha logrado subordinar en parte con quién sabe qué acuerdos y concesiones.

El gobierno y sus voceros anexos están tratando de convertir su derrota de 1997 en una victoria, argumentando que en la Cámara de Diputados está la representación de la nación, de una nación plural social y culturalmente. Y una vez más, con el peculiar pragmatismo que lo caracteriza desde hace 20 años, el PAN se presta a continuar como socio político de la Presidencia de la República, entre otras razones porque coincide con su proyecto económico y con su desdén por la grave situación de la mayoría del pueblo mexicano.

El PAN y el PRI, aunque tienen diferencias, encuentran un denominador común en el gobierno de la República. Unos por coincidencia con el modelo neoliberal que implacablemente defiende el gobierno de Zedillo (como antes el de Salinas), los otros, por la disciplina al jefe del Ejecutivo que los ha caracterizado desde que se creó el Partido Nacional Revolucionario.

PAN y PRI, en las cámaras de diputados y senadores, logran sobradamente la mayoría calificada necesaria para reformar la Constitución política. Y en todo lo que sea favorable al capital nacional y extranjero, es decir en contra del pueblo mexicano, estarán de acuerdo y se alinearán a la Presidencia de la República, igual se trate de los derechos indígenas que de la llamada reforma del Estado que iniciara Carlos Salinas de Gortari, el mejor procónsul --antes del actual-- que Estados Unidos ha tenido en México.

La legitimidad a la que acuden el gobierno y sus defensores no es muy diferente de la que reclamara Porfirio Díaz cada vez que se organizaban elecciones para --también-- legitimarse. La diferencia es que antes los partidos de oposición estaban proscritos y vivían en la clandestinidad, y ahora simplemente se alinean al poder presidencial, con la conocida y honrosa excepción del PRD (de algunos priístas y quizá también del PT).

Se equivocan quienes piensan que la legitimidad del poder sólo se logra con votos y su consecuencia en los órganos de representación. Esta sería la legitimidad del acceso al poder, pero nada más. La legitimidad de gobierno (y de la representación popular), en cambio, se logra con el ejercicio cotidiano del poder cuando éste se pone al servicio de los más y no de los menos, es decir, al servicio de la soberanía nacional que, como lo señala el artículo 39 constitucional, reside en el pueblo... para beneficio de éste --mediante el poder público. Si no fuera así, no tendría razón de ser el Título Cuarto de la Constitución política, referido a las responsabilidades de los servidores públicos, entre los que están incluidos los representantes de elección popular (artículo 108). Este título constitucional sugiere que la legitimidad de los servidores públicos se pone a prueba en todo momento, y no sólo por la forma en que fueron electos.

En resumen: lo que están haciendo el gobierno federal y sus comparsas del Congreso de la Unión en relación con Chiapas y con muchos asuntos nacionales más, ni es legal ni es legítimo. Pobre país.