Quiero creer que algún día tendremos una ley que garantice a los indios de México todos sus derechos, una vez superada esta etapa de aguda polarización e incomunicación irritada. Serán éstos --si la ley es justa-- los cimientos constitucionales de un nuevo trato, distinto al que, por razones bien conocidas, los indios recibieron a lo largo de los últimos cinco siglos, desde la colonia hasta nuestros días.
Pienso que tal reforma es indispensable, pero no me hago demasiadas ilusiones, sin embargo, en cuanto a su eficacia para cambiar, por su benéfico influjo, el orden vigente. Las grandes reformas jurídicas pendientes son, ya se ha dicho, instrumentos necesarios para modificar el fondo de enorme desigualdad que reproduce miseria y sumisión. Pero aun en sus mejores versiones pueden resultar por completo inútiles si la sociedad no toma en consideración que hay algo tanto o más grave que el atraso inicuo que limita el progreso de los indígenas: los prejuicios racistas que están a flor de piel, encubiertos bajo el oscuro ropaje del clasismo más feroz. Pongo un caso actual.
Para las ricas familias ganaderas chiapanecas (pero no sólo ellas lo piensan) los indios son, como en la época colonial, no-individuos, incapaces de ser los dueños de sus propias decisiones: ``Ellos no están reclamando nada: están movidos por quienes dicen que están reclamando para ellos'', dice convencido el líder Olaf Oropeza, presidente de la Fundación Produce. Con variantes autoritarias o paternalistas, esa tesis se repite como una queja recurrente: los indios están manipulados. La causa de que ello ocurra es simple y autocomplaciente: ``Tal vez no hemos sabido dirigir la educación del pueblo indígena y, en vez de ayudarlos, los hemos maleado, tanto la sociedad como el gobierno'', asegura el ganadero Oropeza en el excelente número de abril de la revista Expansión. La presencia de intereses ajenos es, en consecuencia, la única que puede explicar inconformidades, levantamientos o protestas. ``Son ellos los que marchan con pancartas y azuzan a la gente''. A fin de cuentas no podía ser de otro modo, recita Oropeza, pues ``en el Distrito Federal la gente vive peor que aquí. Aquí (en Chiapas) tienen sus siembras, venados o puerquitos, mientras en la capital se están muriendo de hambre. Cuando se quiere trabajar, hay más posibilidades en Chiapas. Lo que pasa es que los indígenas son huevones. No quieren trabajar. Les dan dinero gratis y se acostumbran a vivir de él''. ¿Y éstos son los líderes modernos que impulsarán el desarrollo chiapaneco?
Días atrás escuché a Rigoberta Menchú decir que para construir esa nueva relación entre los pueblos indios y la sociedad moderna, democrática, hace falta realizar una verdadera revolución educativa en todos nuestros países. Pero, a diferencia de las visiones integracionistas, Rigoberta pide, reclama, según la entiendo, una reeducación general de la sociedad, no solamente de los indios, como anuncia la escuela liberal. En rigor, nuestras sociedades presuntamente democráticas no están debidamente preparadas para asumir el desafío de la diversidad planteado por el tema indígena. Vivimos inmersos en una suerte de parálisis ideológica que nos impide concebir una sociedad plural, no unitaria, sobre la cual deba erigirse la unidad del Estado. Urge cambiar las mentalidades, los resortes genéticos de nuestra espiritualidad y la ética dominante, la escuela y los medios, con el fin de hallar puentes duraderos de entendimiento entre comunidades diferentes.
La reforma que a regañadientes está en el seno del Poder Legislativo sólo tiene sentido si su objetivo es, y no puede ser otro, garantizar derechos fundamentales que antes les fueron negados a los indios. No es concesión paternalista hacia la minoría, sino ajuste del juego constitucional con el fin de llevar a cabo una delicada rectificación histórica del proyecto nacional mexicano. De eso se trata.