Astillero Ť Julio Hernández López
Los tumbos del gobierno de Cuauhtémoc Cárdenas muestran cada vez con mayor claridad la falta de un proyecto político bien definido y, también, la ausencia de operadores políticos del tamaño del reto que significa la administración y conducción de la ciudad más grande del mundo.
En cuatro meses de ejercicio (precedidos de cinco largos y valiosos meses transcurridos entre los comicios del 6 de julio y la toma de posesión del 5 de diciembre del año pasado), el gobierno cardenista ha ido confirmando varias de las dudas y temores expresados desde el momento en el que se anunció el gabinete y, aún peor, a las predicciones negativas le ha ido sumando errores graves de personajes que en su momento no fueron motivo de fuertes objeciones, como el caso del oficial mayor, Jesús González Schmal.
Ciertamente es bastante difícil la tarea que por encargo popular recibió el ingeniero Cárdenas, tanto por la dimensión en sí del aparato administrativo y de los problemas naturales que heredó como, además, por las aristas filosas y explosivas intencionalmente dejadas por el grupo de Oscar Espinosa Villarreal y por toda una historia de décadas de priísmo apropiado mafiosamente del poder capitalino.
Sin embargo, con todo y el inegable peso del lastre estructural recibido, el aplastante voto capitalino en favor de Cárdenas no ha podido ser traducido hasta ahora en resultados eficaces en el ejercicio gubernamental. Es posible que, aparte de la difícil conversión de una fuerza opositora en instancia de gobierno (y de las distracciones que signifique el ser jefe de un gobierno, guía moral de un partido, y virtual candidato presidencial), en las actuales viscisitudes de la cúpula de la administración del Distrito Federal esté influyendo de manera determinante la indefinición.
¿Cuál es el rumbo?
Desde diversos ámbitos de la administración cardenista llegan comentarios en el sentido del desorden interno y de las batallas campales que se libran por los espacios de poder y hasta por minucias relacionadas con el estamento de personajes y camarillas. Hay quienes narran, con alarma, el peligroso periodo de aprendizaje en el que algunos funcionarios capitalinos se han instalado y en el que podrían persistir durante más tiempo del que aceptaría la marcha medianamente aceptable de un gobierno. Otros describen los criterios amistosos y grupales que se han utilizado en algunos casos para tomar decisiones. Hay quienes, en escenarios extremos, le han transmitido a esta columna el temor de que en áreas altamente sensibles pudiese haber tales desconocimientos o insensibilidades, que se descuidasen las necesidades de prevención o mantenimiento y ello llevase a catástrofes diversas.
El problema, en buena parte, es que en la lógica del poder con la que se está actuando en el gobierno del DF siguen privilegiándose la visión grupal y las expectativas electorales. Un buen porcentaje de los funcionarios cardenistas responden a esos criterios, y aun cuando su desempeño sea deficiente o aletargado, se prefiere la protección y no el correctivo.
En ese enrarecido universo se han dado tanto las increíbles pifias iniciales del procurador Samuel del Villar, al integrar su equipo policiaco con algunos personajes de historiales incompatibles con los principios perredistas, como los tropiezos declarativos del oficial mayor, Jesús González Schmal, primero al referirse sin pruebas al priísta Manuel Aguilera como responsable del confuso episodio de espionaje descubierto en las oficinas de Rosario Robles, como luego al enredarse en el escándalo de los aviadores que no lo eran.
La rapiña espinosa
Sin embargo, tras el velo del escándalo más reciente, el de González Schmal y los aviadores, está la indefinición del gobierno capitalino respecto a un punto básico como es la indudable, pero no demostrada, corrupción del gobierno anterior. En un juego de acelerones y frenajes, la administración cardenista ha consumido un tiempo esencial (el de la luna de miel que todo político tiene frente a sus electores en sus primeros meses de gestión) sin precisar su postura frente a la rapiña espinosa, unas veces declarada delincuencial y otras veces sobrellevada entre neblinas declarativas.
En esa indefinición hay quienes encuentran fundamento para desarrollar la hipótesis de que el gobierno cardenista ha estado presionando al zedillista para que éste absorba la deuda pública heredada, de tal manera que permita a la actual administración del DDF contar con más recursos (que se traduzcan en más obras y servicios, que satisfagan mejor las demandas populares y que, por tanto, ayuden a la buena entrega de cuentas ante los ciudadanos).
La llegada de tales recursos extraordinarios concentraría a los nuevos funcionarios en la atención de sus propios problemas por resolver más que en los del pasado por investigar. Por ello, mientras no se resuelva tal negociación, habría, siempre de acuerdo con esas hipótesis, los jaloneos inexplicables, las acusaciones tajantes y los retrocesos inmediatos, los amagos y las treguas.
Sea cual fuere la realidad, es indiscutible que el gobierno cardenista se encuentra en el momento más adecuado para fijar sin dudas su postura respecto a la administración espinosa (no sólo en términos de discursos o declarativos, que eso ya se ha hecho, sino con pruebas concretas) y para impedir que la fuerza y la autoridad ganadas se empañen y se disminuyan entre los vapores de la especulación, los errores y las indefiniciones.
La gubernatura secuestrada
Aferrado a los únicos instrumentos a su alcance (el acarreo, la paga mercenaria, el atizamiento de los enconos, las falsas muestras de apoyo, los desplegados firmados por membretes), el gobernador Jorge Carrillo Olea pretende escabullirse a su suerte política fatal.
Hoy, valido tan sólo de la fuerza palaciega, Carrillo Olea ha organizado el postrer secuestro de su gestión, pues secuestradas que tiene la función y la figura del gobernador del estado, pide a todos como botín la imposible entrega de la dignidad ciudadana. El operativo de rescate, sin embargo, ha entrado en su fase definitoria, en la que bien se puede liberar a la gubernatura secuestrada sin que el responsable oponga resistencia, e inclusive prefiera la fuga o, en otro escenario, que prolongue tanto las tensiones que no tan sólo se recupere lo secuestrado sino que, inclusive, se castigue al culpable.
Astillas: Leonardo Rodríguez Alcaine (conocido como La güera, El periquín, o El cuñado de los periodistas) no aguantó más y, simple y sencillamente, renunció a la fideliana costumbre de entrevistarse con los reporteros una vez a la semana. Esta columna tiene la inmensa satisfacción de haber dado honrosa cuenta de la histórica, por última, conferencia de prensa de don Leonardo, en la que los incomprensivos reporteros hicieron enojar al capilarmente entintado líder al pretender enlodar su honra mezclándolo en asuntos de narcotráfico, lavado de dinero y saqueo del dinero de los trabajadores. Ojalá y el impoluto dirigente cetemista recapacite y restablezca las conferencias de prensa, aunque fuese en las oficinas del Grupo Financiero Anáhuac, o bien difunda su luminoso pensamiento mediante algún periódico mural que fijara en la avenida Juárez, es decir, mediante un cártel de Juárez...