Rolando Cordera Campos
¿Se puede no ser antiestatista?
A partir de los años setenta, después de las grandes batallas del 68 mundial y de los descubrimientos sobre la ingobernabilidad congénita de las democracias modernas, se puso de moda el combate contra el Estado. Todos a una, de la extrema izquierda a la derecha que entonces buscaba ilustrarse, se lanzaron contra el Estado.
Fue éste el momento iniciático de expiación del reformismo social demócrata, basado en una intervención sistemática del Estado; también, en nuestro medio político que apenas balbuceaba, el de la persecución izquierdista del ``aperturismo'' y de la condena total, sin recurso apelatorio alguno, de las iniciativas revisionistas del Estado nacional-popular. Se llegó al extremo, como en el caso de Chile, de culpar al reformismo de la contrarrevolución.
Hoy las cosas parecen diferentes, pero en el país predomina la furia antiestatista. Todo lo que pueda implicar una revisión de la pauta ``liberista'' impuesta a la conducción económica, es vista como reaccionaria o regresiva, portadora de inaceptables conspiraciones populistas, tal y como el Banco Mundial o el BID han decidido que se debe entender el populismo. Frente a esta versión vernácula de la fiebre neoliberal de Thatcher y Reagan, predominan la nostalgia o el milenarismo, así como la renuencia a hacer la crítica de fondo de un pasado cuya reedición es no sólo inviable, sino indeseable.
Vale pues la pena preguntarse si se puede no ser antiestatista, sin incurrir en el pecado de mirar hacia atrás y correr el riesgo de convertirse en estatua de sal. Si se puede intentar una política nacional, para la economía y la sociedad actuales, que se base en el Estado.
Sí se puede no ser antiestatista, a condición de no confundir estatismo con estadolatría. Esta última, diría Gramsci, es una fase en la historia de algunos pueblos, como los de Europa del Este, en los que él pensaba, caracterizada por una falta de cohesión de la sociedad y una incapacidad para darse instituciones de gobierno representativo, que a la vez pudieran producir orden y progreso material (``sociedades gelatinosas'' las llamaba el mismo Gramsci). Se requiere, en esas circunstancias, de un poder externo, vertical y autoritario, cuando no dictatorial, que ponga a cada quien en su lugar y haga posible la producción material, prácticamente por mandato desde arriba.
Sin haber reproducido la fórmula gramsciana, nosotros tuvimos nuestra estadolatría en el presidencialismo económico que empezó su nadir en los años setenta. Después de esos años, todo ha sido búsqueda y muchos palos de ciego. Y mucha fe en el mercado, desde el Estado.
Se puede no sólo no ser antiestatista sino estatista, a condición de no confundir al Estado con una voluntad omnímoda y omnisciente, cuyo ejercicio debe estar en las manos de unos cuantos elegidos que pronto forman lo que alguna vez se denominó la self recruiting class. Es decir, se puede ser distinto a condición de no ser ingenuo, ni necio.
Se puede ser un no antiestatista ilustrado, si aparte de mostrarle a los neoliberales la posibilidad y realidad abundante de las ``fallas'' del mercado, se muestra que el gobierno está condenado también a generar fallas, cuya corrección, sin embargo, no puede hacerse depender del mercado libre y soberano. Es decir, si se asume en serio el papel insustituible de las otras instituciones cooperativas y de participación política y social, para enfrentar y absorber, incluso asimilar, las fallas sucesivas y recurrentes en que fatalmente incurren el Estado y el mercado, las dos grandes y centrales instituciones de la sociedad moderna.
Se puede, en fin, no ser antiestatista y a la vez ser políticamente eficaz y progresista, si se reconoce que temas vitales para la existencia colectiva y la reproducción económica, como la educación fundamental y el desarrollo tecnológico, y desde luego la seguridad y atención sociales y el combate a la pobreza extrema, así como la heterogeneidad social y racial de México, no pueden ser abordados y resueltos productivamente de manera anónima y azarosa, filantrópica o como fruto milagroso de la acción de las fuerzas impersonales del mercado. Tampoco con cargo a una hipotética legislación liberal que nos ponga a todos, como por ensalmo, en suelo parejo.
Todo esto supone, de principio a fin, hacerse cargo de la perpetua vocación humana, individual o colectiva, política o institucional, para cometer errores y excesos. Es decir, si por Estado bueno no se entiende gobierno providencial y conductor iluminado.
Como se ve, ser antiestatista es la posición facilona, aunque muy rentable. Por ahora, al menos.