Partidos políticos de la importancia del PRD y del PAN han propuesto, desde hace unos años, que el Distrito Federal se convierta en el estado 32, el último de los estados que se incorpore a la federación mexicana, después de Baja California Sur y de Quintana Roo, que de territorios ascendieron a estados en 1973.
En el caso del Distrito Federal, sin embargo, las cosas no son tan sencillas. Los nuevos estados mencionados, o los anteriores territorios que pasaron a estados --Nayarit en el siglo pasado y Baja California en éste--, eran espacios a cargo del gobierno federal que, al aumentar en número de habitantes y en recursos, pudieron mejorar y ascender, por decirlo así, a una categoría política superior que la que antes tenían. En cambio, la ciudad de México al convertirse en estado pasaría, de ser una entidad colocada por nuestra Constitución en una categoría superior, de capital de la República, a otra si no inferior al menos distinta y sin la relevancia de la primera.
En mi opinión la capital del país, con su territorio que es el actual DF, no requiere de cambio de estatus constitucional para democratizarse; sus habitantes muy bien pueden tener plenitud de derechos para elegir a sus gobernantes, sin necesidad de constituirse en un nuevo socio de la federación mexicana. Puede seguir siendo la capital, sin tener que cambiar de naturaleza jurídica, pues de darse este cambio se rompería una estructura jurídico-política que cuenta con una larguísima tradición.
En efecto, la Gran Tenochtitlán fue la sede del poder en el Anáhuac, la primera de la Triple Alianza, y después México-Tenochtitlán fue la sede de la Real Audiencia primero y en seguida de la larga serie de gobiernos virreinales durante el tiempo en que fuimos no colonia, como se suele decir, sino el reino de la Nueva España.
Cuando la independencia de México, fue primero la capital del imperio y luego de los gobiernos de la República, lo mismo cuando centralista que federalista. Salvo periodos muy cortos y por causas excepcionales, los poderes estuvieron aquí y esta capital no dejó de ser el centro de la vida política, económica, cultural y religiosa de la nación que se llama mexicana, por ser este nombre el de la misma capital.
Pero independientemente de razones jurídicas e históricas --que las hay en contra--, antes de dar el paso a la conversión del Distrito Federal en estado 32 se tendrá que reflexionar ampliamente.
Desde luego, esta ciudad no sería un estado más del pacto federal, sino una especie de superestado, un macroestado en lo tocante a recursos y riquezas, habitantes y planta industrial instalada. No sería el estado 32, sino el estado ``uno'', el principal, el primero de la federación.
Esto es así porque sigue siendo el centro más importante de nuestro país. Aquí están, además de la sede de los tres poderes de la Unión: el palacio legislativo, el palacio nacional, Los Pinos, el palacio de justicia, también los signos del poder central en áreas sociales diferentes a la política. Aquí están el Castillo de Chapultepec, el Zócalo, el Monumento a la Revolución, la Columna de la Independencia, la torre de Pemex, la Raza, el aeropuerto Benito Juárez y mil edificios más, tan significativos como los mencionados.
Por si eso fuera poco, aquí está el centro religioso del país, la Basílica de Guadalupe y la Catedral Metropolitana; la sede financiera de nuestra patria está también en esta ciudad, la Bolsa de Valores, el Banco Central y las matrices de las instituciones bancarias privadas más importantes.
De igual manera encontramos en nuestra capital los centros educativos más importantes, la UNAM, el IPN, el Colegio de México, el Colegio Nacional, para mencionar sólo algunos.
Entonces, ¿no será mejor que esta ciudad que tiene tanto siga siendo de todos los mexicanos, de todos los estados y no sólo de los que aquí habitamos? ¿No será mejor seguir siendo la capital, territorio que pertenece a la pluralidad de los mexicanos y no un estado más, privilegiado y ventajoso sobre los otros?