Tres grandes aviones y un séquito de 800 personas llevaron el presidente de Estados Unidos a recorrer seis países africanos a lo largo de doce días. Sobre las razones del viaje es mejor no aventurar hipótesis. Limitémonos a lo obvio: estamos frente a un episodio cardinal de las relaciones entre Estados Unidos y Africa. Un episodio, por cierto, que obligará a otros líderes de Occidente a redescubrir una región del mundo que tienden a olvidar con tradicional propensión.
Del punto de vista político-diplomático el viaje clintoniano fue probablemente un éxito. Lo mismo no puede, sin embargo, decirse en el terreno económico, no obstante Clinton recordara a los empresarios de su país que las inversiones recientes a Africa rinden 30 por ciento de utilidades. Un ``buen negocio'' sintió, con un gusto discutible, la necesidad de comentar. Está actualmente en el Senado estadunidense una propuesta del ley del Ejecutivo, aprobada ya por la Cámara de Representantes, que establece una mayor apertura del mercado de Estados Unidos a países africanos que avancen hacia el libre comercio y la liberalización interna de sus economías. Para favorecer un acercamiento entre Estados Unidos y Africa, Clinton anunció la posibilidad que en los próximos meses su gobierno decida anular la deuda de los países más pobres del continente por un monto de mil 600 millones de dólares, además de la creación de un fondo de inversiones para Africa de 650 millones.
Es obvio, sin embargo, que no es fácil construir economías e instituciones estables en una parte del mundo plagada de casi todas las desgracias humanas y naturales imaginables: guerras civiles, deforestación, sequías, sida, malaria, antagonismos étnicos y religiosos, desertificación creciente, estancamiento o retroceso económicos, fragilidad crónica de las instituciones, deterioro de los términos de intercambios, etcétera, etcétera.
Africa, tanto al norte como al sur del Sahara, es la zona de mayor desastre económico y político de las últimas décadas del siglo XX. Si observamos a la región en bloque es desde mediados de los años 70 que el Producto Interno Bruto per capita comenzó un prolongado retroceso que interrumpió dramáticamente las esperanzas creadas poco antes por los procesos de independencia nacional. En la actualidad este indicador oscila alrededor de 500 dólares anuales, frente a cerca de 3 mil en América Latina --digamos para tener un orden de magnitud de las desgracias ajenas y propias. Las inversiones representan aquí apenas un 15 por ciento del PIB reflejando no solamente los bajísimos niveles de ahorro interno sino también una situación de desconfianza que aleja los capitales tanto internos como internacionales. Y cuando ya eran evidentes las consecuencias negativas de las estrategias económicas inauguradas por los países africanos de reciente independencia, desde comienzos de los ochenta comienza un proceso de largo plazo de deterioro de los precios de gran parte de las materias primas exportadas por la región. A lo largo de casi dos décadas los términos de intercambio se deterioraron en cerca de un 40 por ciento en contra de Africa.
Y a esto tenemos que añadir los estragos producidos por instituciones que cuando atinaban a tomar las decisiones correctas no tenían una administración pública que las pudiera impulsar. Y si añadimos esa búsqueda de milagros que periódicamente producían jefes carismáticos que dejaban sus países peor que si los hubieran embestido todas las plagas bíblicas, no es difícil entender las raíces del desastre africano contemporáneo.
Sin embargo, en los últimos años las cosas parecerían cambiar. Después de dos décadas de retrocesos, en los últimos cuatro años la economía africana se ha reanimado registrando una tasa de crecimiento promedio anual cercana al 4 por ciento. Apoyar este joven y todavía inseguro crecimiento africano no es sólo un obvio deber moral de Occidente, es también una oportunidad para mejorar el desempeño de la economía mundial y una forma para evitar que el malestar africano termine por incrustarse como una fuente de incógnitas siniestras sobre las posibilidades de convivencia planetaria.