La Jornada 30 de marzo de 1998

ENRIQUE PONCE LIDIO HASTA UN VENDAVAL EN TEXCOCO

Rafaelillo, Texcoco Ť Enrique Ponce, como si estuviera en una tienta si nos atenemos a la pobre presencia de las reses de Xajay lidiadas esta tarde en la tercera de feria --con la movilidad y son de utreros que no ofrecen peligro por su falta de edad--, levantó el vuelo a pesar del vendaval, se impuso a las corrientes airosas y encerró al quinto de la tarde, Carazeta, el de más caja del encierro aunque con pobre cabeza, engañosamente presentado con un peso de 506 kilos, cuyo noble acometer, más bien docilidad, permitió al levantino clásico acentuar la finura de su trazo y el poder de su muleta. En España dicen que la franela de Ponce es medicinal porque alivia y sostiene a los bureles inválidos; aquí constatamos que es, además, más eficaz que una veleta para medir la fuerza de Eolo sobre la tierra. Sólo así puede explicarse la contundencia de sus muletazos, aunque limitada la emoción por la ausencia de toro auténtico, y sobre todo cuatro espléndidos naturales, con la mano baja y el tronco erguido, plenamente rematados con el forzado de pecho. Vamos, como si se tratara de un ensayo por nota a pesar de los imponderables. No deja de ser significativa la enjundia del valenciano que se siente en los ruedos mexicanos a sus anchas, libre de detractores, y gusta recrearse templando con primor mandando siempre a ritmo lento, suave, con la inspiración a flor de piel. Y, claro, la pinturería de sus remates --¡esos cambios y ayudados por bajo¡--, cautiva no sólo por la estética sino, sobre todo, por la entrañable amalgama de la inteligencia creadora con el instintivo de la bestia. Tal fue la enseñanza de su labor que culminó con una estocada casi entera pero muy trasera. Le dieron las dos orejas y se ordenó, con evidente falta de criterio, la vuelta al ruedo para los despojos de una res que mostró fuerza y bravura medidas.

Ante el segundo, Bandolero, novillito también con supuestos 492 kilos, Ponce luchó pero no pudo controlar al aire. Anotamos una impecable serie de derechazos antes de que claudicara con un gesto de resignación. Dos pinchazos hondos y descabello al segundo intento.

La placita Silverio Pérez rebosó de público. Incluso varias decenas de frustrados feriantes se quedaron afuera con boletos en mano. Quien se acomodó a tiempo en una barrera de tercera fila fue el Nuncio Apostólico, Justo Mullor, flanqueado por los exitosos empresarios Antonio Ariza y Juan Diego Gutiérrez Cortina. Y no faltó, aunque su presencia fue más bien negativa, el usía Luis Corona, reñido con el sentido común, manirroto al conceder trofeos y muy blando ante la empresa que impone su ley... y sus novillos.

El novel de la tercia, Fernando Ochoa, también conquistó dos orejas, una por cada trasteo, si bien la primera fue del todo injustificada. El llamado juez, por lo visto, valora igual un bajonazo artero, como el que finiquitó al tercero, que una estocada en todo lo alto, impecable, como la ejecutada por el moreliano al que cerró plaza. ¿Podemos hablar de criterio? Y así, claro, equivocan al bisoño espada y pueden conducirlo al despeñadero. Con su primer enemigo, Mexicano, según el cartelito con 508 kilos --quizá pudo alcanzar tal peso con toda Televisa sobre el morrillo--, Ochoa templó por momentos al tardo bovino. Aprovechó, eso sí, los viajes del enemigo en cuanto se lo permitió el viento y hasta se dio el gusto de ejecutar algunos derechazos largos, no siempre con limpieza. Luego vendría la puñalada y el regalito del apéndice que no pudo pasear en triunfo por las justificadas protestas de los aficionados: lo guardó antes de meterse entre barreras sin recorrer el ruedo.

Al sexto, llamado G G --¿alguna clave para hacer política sin que se note?-- anunciado con ¡508 kilos! pero en realidad escurrido de carnes, lo entendió mejor. En pos de la atención de Ponce, a quien brindó su labor, hizo un enorme esfuerzo por permanecer en la cara del toro a pesar de ser descubierto constantemente por el aire. Fue, además, desarmado en dos ocasiones. Eso sí: se tiró a matar por derecho y por ello mereció, ahora sí, la oreja.

El primer espada, Miguel Espinosa Armillita no es hombre de batallas. Lo suyo, según dicen sus adoradores, son los chispazos de arte. Si tal asumimos es posible resumir que cumplió. A Villarito, el primero, con cara de recién nacido y falsos 514 kilos, con ovilidad de eral, lo muleteó bien por la derecha --un cambio le resultó una pintura--, pero no por la izquierda; sobre pies, sucumbió al paso del viento. Dos pinchazos y casi entera desprendida. Le pitaron. Al cuarto, Coquetón -anotamos los 514 kilos que le adjudicó la pizarrra--, que salto al callejón a su salida, lo toreó sin confiarse ni estrecharse demasiado si bien prodigó en los templados; sólo eso, sin conjunción plena. Pinchazo y entera caída que caló. Le llamaron al tercio luego de ordenarse el arrastre lento para el novillito.