Tomar la justicia en la propia mano es una catarsis colectiva que termina exactamente en donde empezó: en la violencia. Como si no fuera demasiado con el asedio de la delincuencia común y el crimen organizado, el país sigue acechado por la amenaza de que la venganza se convierta en una forma inaceptable de ``justicia''.
De nuevo, crimen y ``justicia'' se empatan en el grado de violencia y crueldad. Dos presuntos plagiarios fueron linchados en Huejutla, Hidalgo. La ejecución de esos dos hombres quizás ``alivie'' la indefensión y la ira por el olvido de la justicia; empero, no hay duda de que su comportamiento socava las bases del orden social y del Estado.
Nada justifica la barbarie: ni la sensación social de vulnerabilidad e inseguridad, ni la insuficiencia y falta de eficacia de las autoridades en la lucha contra la delincuencia, ni la desconfianza en las instituciones encargadas de la impartición de justicia... La venganza no es justicia, todos lo sabemos.
La violencia, constante dramática de nuestra vida cotidiana, ¿no es acaso síntoma de la consistente pérdida de valores que padecemos y, lo que es peor, a partir de los cuales educamos en el aula magna de la sociedad?
La drogadicción, ¿no es una muestra más del extravío de valores y demostración de que su combate no puede seguir siendo abordado desde la perspectiva estrecha del alegato acerca de quién es culpable, quién la produce o quién la consume? ¿Y qué ocurre en el seno escolar y familiar, centros de generación y reproducción de los valores más profundos?
Hace poco en Inglaterra, se volvió a abrir el debate acerca de si está permitido o no el uso de fuerza física en las escuelas públicas, a pesar de que hace sólo diez años se prohibió. Hay escuelas en Estados Unidos con detectores de metales en las puertas para evitar que los alumnos entren armados. ¿Cuánto nos falta para llegar a eso?
La familia, sin duda pieza fundamental no sólo de la educación sino de la estructura social, ha dejado de ser el espacio amplio que podía cobijar a todos sus miembros para irse convirtiendo en apenas partícipe de lo que les ocurra.
Algunas cifras ilustran los efectos de la dispersión de los núcleos familiares. Hay en México poco más de 28 millones de niños entre los 0 y los 12 años; más de 2 millones y medio no saben leer ni escribir, 658 mil no asisten a la escuela básica; 460 mil participan de manera temprana en la economía familiar; 2 millones 700 mil están inscritos en el Registro Nacional de Discapacitados, 54 mil ingresaron al Consejo Tutelar para Menores, 30 mil fueron deportados de Estados Unidos; 7 millones padecen algún grado de desnutrición; 10 mil murieron debido a los maltratos; y 813 padecen Sida.
Si la familia se hacía cargo de la primera formación del educando, la escuela aportaba un mayor grado de conocimientos y la socialización, que tenía que ver con la vinculación del educando con sus iguales, sus compañeros, y con sus mayores, sus maestros. Esto, como resulta obvio, no sucede igual.
En este tiempo de tensiones, dudas, dilemas éticos, retos sociales, desafíos políticos, existen algunos indicios que pueden ayudarnos a reorientar la ruta.
La educación, entendida en su sentido lato, no circunscrita al sistema escolar, es condición indispensable para combatir la inseguridad. Nuestras aulas pueden y deben funcionar como escuelas de democracia y civismo, plataformas para el descubrimiento, estímulo de vocaciones y exploración de horizontes, ámbitos de sociabilidad y aprendizaje solidario.
Toca a las familias, a los medios de comunicación, a la escuela y al gobierno, rescatar valores, enseñar a asumir (no a eludir) responsabilidades. Detrás del fenómeno de la violencia, de las adicciones, de la inseguridad y del deterioro del ambiente, está la pérdida de valores democráticos y cívicos en el aula magna que debe ser la sociedad.
En Guanajuato pudimos compartir estas preocupaciones con los participantes del congreso educativo al que convocó el gobierno estatal y, por la respuesta de la gente, constatamos que la educación es el mejor camino de que disponemos para diseñar el futuro. Debemos otorgarle la prioridad real, no virtual, para abordar con seriedad y con una visión de largo aliento los problemas que hoy generan graves desarreglos sociales, es la respuesta de fondo, no tenemos mejor medio.
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