La responsabilidad de los científicos ante las consecuencias de sus descubrimientos o investigaciones es tema de gran interés para su análisis. ¿Hasta dónde un científico debe ser capaz de conocer y estar consciente de las consecuencias de su trabajo?
Así como la labor de un chofer es manejar un vehículo, el de un barrendero barrer, el de un cajero cobrar, el de un contador contar o un administrador administrar, el de un científico es investigar; esto significa descubrir o inventar algo que no existía anteriormente, hacer ciencia, consecuencia generalmente de varios años de fuertes estudios. Sin embargo, ¿qué tanto derecho tiene una persona para crear las bases para la construcción de una bomba de destrucción masiva o de sustituir máquinas por humanos aumentando el problema de desempleo? ¿Debemos impedir el desarrollo de la inteligencia artificial, de la biología molecular, de la física moderna o de la cosmología?
No debemos detenernos a meditar sobre esto último, ya que simplemente es imposible, simplemente es nuestro trabajo. Es más provechoso -por interesante, precisamente por esa necesidad del por qué, del qué rayos pasa- analizar sus causas que definitivamente, a mi parecer, son antropológicas. El motivo de ello es mucho más profundo que la simpleza misma que parece denotar el hecho superficial del si debería o no, o mejor dicho en un sentido mucho más general, si el hombre mismo, no sólo los científicos, están conscientes de sus actos.
Desde una postura evolucionista, es claro que el desarrollo o progreso de la raza humana ha sido causa de una notoria necesidad natural, inherente a nuestra especie: la curiosidad, la duda, la necesidad de aprendizaje, a veces con fines prácticos de supervivencia y otras de placer, o bauticemos esto último como necesidad espiritual. Qué pasaría si froto dos piedras o qué pasaría si el universo fuera curvo, han sido preguntas fundamentales que nos muestran fielmente qué es lo que nos impulsa a crear: la imaginación.
Existe un conflicto importante. En lo personal, me siento incómodo al enfrentarme a películas como Gattaca o a hechos como la clonación o la inteligencia artificial, con lo que estoy más involucrado. Y al mismo tiempo me es imposible cuando menos intentar dejar de pensar en realizar mis objetivos, mis estudios o trabajo. El crear una máquina inteligente me obliga a darle un nivel secundario a las consecuencias o a mi propia conciencia; siento que es mi responsabilidad, como un proyecto asignado por no sé qué a realizar, quiera o no -ese no sé qué seguramente es una especie del mismo sentido antropológico, pero amplificado-, sólo por el hecho de ser capaz de ello.
El ser humano parece mostrar una conducta más irracional que racional, de hecho prácticamente inconsciente, pues actúa muchas veces en contra de su propio sentido de supervivencia. Desgraciadamente, la inconciencia en el científico es mucho más trascendente, tan trascendente como el descubrimiento mismo, por ello más grave y con una cadena de consecuencias mayores. Las consecuencias que podríamos imaginar a, sin duda, la ya realizada clonación de humanos, la creación de máquinas inteligentes, robots y sistemas expertos que sustituyan humanos, el posible dominio del tiempo y el espacio, de una supuesta gran teoría unificada o del estudio de la mecánica cuántica y partículas elementales, podrían ser tantas como esa imaginación nos lo permita; la gran mayoría de nuestras conjeturas se realizarán como una profecía.
Sin embargo, todo eso no implica que necesariamente el científico deba sentirse responsable por el uso que se le dé a su propio descubrimiento; definitivamente, González Camarena no debería sentirse culpable de que la televisión mantenga a un pueblo basado sobre un sistema educativo de telenovelas (hay algunas buenas novelas, ilustrativas cuando menos, que invitan a la reflexión) -cuyo profesor benemérito era Jacobo Zabludovsky y ahora dignamente ha tomado esa estafeta el mismísimo doctor Honoris Causa Javier Alatorre-. Y no subestimo al pueblo mexicano, definitivamente es también un problema cultural posiblemente crónico causado desde la conquista: el pueblo mexicano es un pueblo joven propenso a influenciarse por los medios más cercanos y poderosos; muchos de esos jóvenes ahora son padres de familia que inculcan la ``cultura de la tele''.
La selección artificial será desgastante, ya lo es. La situación es complicada, la ética y moral parecen ser más política que religión, y la religión parece administración. Poco puede hacerse, ya no nos impresiona ninguna de las más futuristas películas porque la tecnociencia ha alcanzado a la ficción; ya casi no hay imaginación alguna que logre visualizar un futuro más futurista que el actual. El progreso tecnocientífico parece sumamente disparejo, para hablar de una generalización; desafortunadamente, para algunos esa parece ser la brecha que marcará la división social.
El problema en sí es parte del humano mismo, por tanto inseparable de éste. Los descubrimientos y avances científico-tecnológicos no se detendrán por más moralismo desbordado que exista, o por la creación de otros cientos de grupos religiosos o comisiones Pugwash u ONG como Green Peace, desgraciadamente para todos, y afortunadamente al mismo tiempo para los científicos, gracias y a pesar de ello. Al final estaremos donde empezamos; quizá no hay fin ni hubo principio, quizá no existe nada; mejor así de fácil.