Hermann Bellinghausen
Lo que se llama librarla

Pero una cosa es que amanezca, y otra que parezca. Los pájaros cantaban en la noche negro carbón no porque se aproximara el alba, sino porque estaban locos. Pasada una tormenta tan brutal de arena, cualquiera enloquece. Hasta la más bestia de las bestias entiende, como en un eclipse o un terremoto, que quién sabe qué sea eso, pero no es normal.

No extrañe que despierten los instintos de conservación, que cuando se extreman siempre adquieren los tintes de una despiadada pulsión. Que lo diga el que la libra.

Porque el que no, qué puede decir.

Como sea, Velasco ve, desde su nuevo escondite a nivel del suelo, otra vez una luz. Ahora es el maquinista quien baja a tierra. Allí van sus pies, torpes como los de todos en la arena. Farfulla. ¿Qué maquinista al que le detienen la locomotora no farfullaría?

Camina hasta la primera junta; un largo gancho oscila al lado de sus piernas. Luego oye Velasco un rechinar de fierros descorridos.

Andale con el maquinista. Se está zafando del tren. Más lejos crece un rumor de voces. Las de atrás se suman a las de adelante, y enredan una conversación vociferante, violenta, llena de incomprensiones mutuas. La voz de Fernando, y la persuasividad de su escolta, imponen orden y silencio.

El maquinista sabe lo que hace. Desprende los pesados metales con maña y en relativo sigilo, y vuelve a la escala de su cabina lo más aprisa que puede.

Lo que sigue es predecible: la locomotora se va. Bajo las costras del rostro, Velasco estira la grieta de una sonrisa. Una vez más la suerte le sonríe, y él retribuye la misma moneda.

Los pesados pies el maquinista, que lo delatan como un hombre mayor, llegan a la escala y trepan su parsimoniosa rutina. El hombre suelta el gancho, que choca sin ruido en la arena. Ahora. Sacando fuerza de ninguna parte, Velasco extiende los brazos y se agarra de la moldura, jala su cuerpo con la destreza abdominal de un trapecista tullido, saca la cabeza y coge el último escalón con una sola mano. La otra estira el brazo y se lo apropia. Dada su carencia de recursos materiales, sería un desperdicio dejar tirada la herramienta que la casualidad regala.

Una vibración vigorosa agita la máquina y todo despierta en el fragor de un arranque. En lo que Velasco se alza completo y asciende la escala, la congregación de pillos acaudillada por Fernando reacciona unánime. Se va el tren. Todos arriba, en tropel.

No acaba de ver Velasco perderse en la escotilla del vagón morado la última linterna cuando la locomotora, venciendo la resistencia del arenal, arranca apretadamente.

Liberada del peso del convoy puede más que el desierto y gana velocidad. Velasco alcanza a ver, en lo que trepa, el desesperado descenso de las lámparas desoladas al descubrir sus portadores la verdad de su abandono.

Solos, sin máquina, y con toda la maldita carga. De lo que le servirá ahora su autoridad a Fernando, varado a medio desierto con el lastre de sus mercancías ilegales y sus secuaces, impresentables y no menos ilegales.

La agitación de lámparas nerviosas se aleja. Un rayo le pega a Velasco en la cara. La noche engulle un disparo ciego que alguien le manda.

Después velocidad, aire en movimiento, estruendo mecánico. Por último, jubiloso y liberador, el pito de la locomotora aúlla en la noche absoluta y la provoca, diciéndole ahí te voy.

El haz del faro le hace eco al encenderse.

Podría estarse quieto, viajar de mosca el resto del camino. Pero así como los pájaros cantaron fuera de hora, así el polizón del tren extra sigue un impulso insensato y sube el resto de la escala, intenta abrir la escotilla que encuentra, no puede, la fuerza con el gancho, no sin trabajos, y se introduce en la cabina sin saber en qué se mete. Igual que siempre.

Atrás deja Velasco una noche a la que al fin salieron las estrellas. Todas. Pero como es de suponer, él no está de humor para contemplar en calma el espectáculo de las constelaciones.

Hasta para quedar boquiabierto es necesario disponer de tiempo.