La Jornada Semanal, 29 de marzo de 1998



DUE„OS DE LA NOCHE, PORQUE EN ELLA RECORDAMOS


Carlos Monsiávis


La región más transparente acaba de cumplir cuarenta años saludables. Carlos Monsiváis viaja en estas páginas al imprescindible mapa del DF que Carlos Fuentes publicó en 1958. El máximo cronista de la capital retrata al novelista que capturó para siempre las calles de una ciudad lejana que también se llamaba México.



Hace cuarenta años, apenas publicada La región más transparente. Fernando Benítez, con el regocijo profético que lo caracteriza, presenta en el suplemento México en la cultura dos artículos sobre la novela, con un encabezado victorioso: "cualquiera que sea el destino de la novela mexicana, ya no le espera el desdichado del ninguneo". Por supuesto, Benitez tenía razón, pero este ninguneo no era el aplicado a Ulises Criollo, La sombra del caudillo, Al filo del agua y Pedro Páramo, clásicos de la memoria como formación mítica y del acercamiento a la historia nacional o regional como entrecruzamiento de vivos y muertos. (En el Comala ampliado, que era México, todos resultaban hijos de ese Pedro Páramo colectivo que es la Revolución). En el caso del proyecto plenamente urbano de Fuentes, el ninguneo hecho trizas fue el de quienes no le concedían a la novela la capacidad de apresar el fluir de lo contemporáneo.

La región más transparente se centra en la época llamada del alemanismo, en honor y en desdoro del periodo presidencial de Miguel Alemán (1946-1952), cuando la ciudad de México conoció libertades inesperadas, padeció la especulación urbana, vio al oportunismo convertirse en la ideología del entendimiento del mundo, experimentó el júbilo creativo de la cultura popular, usó de la penicilina para eliminar los terrores de la castidad, se cachondeó con la americanización, advirtió que ya se podía ser distinto así todavía se prohibiese la diversidad, aceptó sin saberlo la obsolescencia planeada de sus tradiciones y observó a la Revolución mexicana convertirse en el campo de batalla de discursos, estatuas y efemérides. Por eso en La región... Federico Robles, el banquero que va de la mala cuna a la caída aparatosa, le dice a Manuel Zamacona: "A ustedes, los intelectuales, les encanta hacerse bolas. Aquí no hay más que una verdad: o hacemos un país próspero, o nos morimos de hambre. No hay que escoger sino entre la riqueza y la miseria. Y para llegar a la riqueza hay que apresurar la marcha hacia el capitalismo y someterlo todo a ese patrón. Política. Estilo de vida. Gustos. Moda. Legislación. Economía. Lo que usted diga..."

El culto al arrasamiento salvaje y a la barbarie de las fortunas rápidas, explica el impulso que durante unos años le hace conocer a la ciudad de México su esplendor en el relajo y en el trituramiento de sus logros estéticos y sus tradiciones. Fuentes recrea la etapa en que la ciudad adquiere sin saberlo otra fisonomía, facilitada por las inversiones cuantiosas y la psicología del triunfalismo urbano, ya vislumbrada por Salvador Novo y captada y desplegada en La región... con gran brío y brillantez. La modernidad arrasa y, de paso, estimula las reglas de juego del frenesí desarrollista, mientras la capital avizora un aporte inesperado de la secularización: el santoral alternativo que es también la demonología paralela. Así es, hay santos cuyo nicho más adecuado es el poster y hay pecados de la carne que redimen y hay herejías y malvados de resonancias placenteras. En los años de la emergencia de estrellas del cine, de la canción, del deporte, de los cabarets, de los toros, y, también, del surgimiento de los oligarcas súbitos, de los abogángsters, de los defraudadores en gran escala, en esos años del tránsito de una ciudad de multitudes a una de masas, las nuevas leyendas ya no se desprenden de la religión y de la Historia (esa religión cívica), sino de la calle, de los escenarios, del rito comunitario de la ida al cine, del teatro frívolo, de la canción arrabalera, los arrebatos del momento, incluso de la corrupción. Entonces, en días no festivos, el Pueblo, poco antes de que la Gente lo desplace, le hace más caso al morbo y las celebridades que a los santos y los héroes, y, por así decirlo, celebra más los recuerdos brumosos de los amaneceres que las misas de gallo. Eso es también la secularización: la reverencia ansiosa y a carcajadas ante símbolos, provisionales o no, que representan el cambio.

En La región..., la ciudad es el organismo vivísimo que incorpora calles y avenidas, tugurios y mansiones, clases sociales y estilos del habla y del faje, explicaciones del país y teorías sobre México y los mexicanos, sistemas de control represivo y formaciones míticas del control, lenguajes corporales y maneras conmemorativas de entrar a los prostíbulos, lo cosmopolita y lo nomás de aquí. Constituida por un presente perpetuo, la ciudad hace suya a la Historia, no lo ocurrido sino el modo en que lo ocurrido, por obra y gracia del poder, se transforma en la niebla escultórica que nos rodea. En la ciudad, la Revolución mexicana reaparece como logros parciales de las instituciones y ronda de las metamorfosis. Aquí estaba el peón de hacienda porfirista, aquí aparece el banquero, aquí dormitaba la retórica de las hazañas patrias, aquí surge el habla cantinflesca de los próceres sexenales y el humor semisecreto del cinismo, aquí decía "haiga" el revolucionario, aquí esmera su delicioso extranjerismo el aristócrata recién fabricado. Desaparece la pasión por México, aparece la compasión ocasional por México. Se eligen y desechan tradiciones y se adaptan las costumbres al formato de los refrigeradores, las licuadoras y los hi-fi. Un invento burocrático, la Unidad Nacional, de uso obligatorio durante la segunda guerra mundial, retorna como el lazo efímero que hace de la ciudad, en el devenir de las imágenes, un mural a lo Diego Rivera. Del domingo en la Alameda al sábado en la noche en los antros de San Juan de Letrán y Garibaldi; de la división entre ricos de bacanales y pobres austeros y combativos, a la solicitud mayoritaria de orgía; de la piedad unánime al conservadurismo a plazo fijo. El ritmo desquiciado es la autobiografía ideal de los capitalinos: "Sobre tu capital cada hora vuela...", y en el vuelo el carnaval esconde el drama, y el llanto en familia es presagio o corolario del carnaval hipócrita, residencias donde la respetabilidad se ensaya como baile de quince años, vecindades donde se rifa la mala suerte, reuniones donde por horas se intercambian ensayos sobre México a manera de diálogo abierto, teatros frívolos donde las "exóticas" gobiernan el sueño masturbatorio de su público, oficinas donde los funcionarios monologan ante el espejo de su alto destino, Acapulco como suburbio de la macrópolis y utopía de la pachanga (que será en unos años "reventón").

Sin juego de palabras posible, La región... oscila entre dos polos: el capital que construye a la nación distinta, y la capital, donde se anticipa la modernidad a la que se tiene derecho. El capital, la capital. A fin de cuentas, en La región... el ritmo prosístico es el equivalente (el espejo coreográfico, escenográfico y verbal) de la furia de la modernidad y de un fenómeno típico de la ciudad de México: la explosión demográfica, la partenogénesis de colonias y vecindades y multifamiliares y familias, y de ese hallazgo lingüístico ya desaparecido que nombraba a los asentamientos populares: "ciudades perdidas". El capital y la capital se unen para gozar del espectáculo de las masas que nacen, llegan y siguen viniendo y naciendo.

El reparto es un homenaje al diluvio poblacional: los De Ovando, que son porque tuvieron, los Zamacona, la familia decente en tribulaciones, los Pola, Federico Robles, Norma Larragoiti, los Régules, Junior, Pichi, Bobó, Pedro Caseaux, Charlotte García, Lally, Gus, Cuquita, Paco Delquinto, Juliette, Chicho, Lopitos, los extranjeros, los intelectuales, y ese pueblo de Gladys García, Juan Morales, Pioquinto, Magdalena, y esos centinelas del ir y venir de épocas, Ixca Cienfuegos y Teódula Moctezuma. Aquí hay de todo, manejado con destreza y sentido de la composición: seres simbólicos, emblemas, arquetipos, estereotipos y personajes únicos. Desde una perspectiva estrictamente literaria, Fuentes alienta en sus lectores anotaciones sociológicas, políticas, morales.

"Ciudad bajo el lodo esplendente, ciudad de vísceras y cuerdas..."

En La región... las enumeraciones son la técnica afortunada que proporciona los equivalentes de ese tumulto insomne, de esa interminable acumulación de la ciudad que nada pierde o desecha, porque aquí se hacinan de igual modo los cadáveres y las emociones. Por momentos, La región... es un canto general a la metrópolis, donde, con notable vehemencia lírica, se propone un orden de experiencias visuales y de registros sensoriales, porque, esta sería la moraleja, quien no elige sus estímulos citadinos se ahoga en ellos. En la salmodia que abre La región... Ixca Cienfuegos, la conciencia desdoblada en ubicuidad, la ubicuidad que es la sombra arrojada por la conciencia urbana, explica: "Nací y vivo en México, DF. Esto no es grave. En México no hay tragedia. Todo se vuelve afrenta." Esto, entre otras cosas, porque la tragedia, que sí existe y en abundancia, exige, para ser percibida, más espacio del disponible y más tiempo del que los vecinos conceden. Sin atención catártica, la tragedia se arrincona, y el melodrama es el enmascaramiento teatral de la tragedia.

Al filo de la expansión incesante, la urbe agoniza y resucita a diario. El tono encantatorio de La región... es el sustrato de la mística posible en el pudridero y el gozadero inagotables. Escribe Fuentes:

...y después el humo desciende, las herraduras duermen cansadas en el llano, las guitarras quiebran el último aire rasgado y se acabaron las pelonas ¡pompas ricas! ¡de colores! Y es nuevamente la ciudad inflada, en el centro, sin memoria, sapo de yeso plantado de nalgas sobre la tierra seca y el polvo y la laguna olvidada, sino de gas neón, rostro de cemento y asfalto, donde el sexo es un cazador inerme, donde los mataderos de la prostitución trabajan noche y día, cercenando las yugulares de desperdicio y billetes y ordeñando a la luna y perdiendo las huellas.

La ciudad, el gran personaje, el escenario que tritura la naturaleza de cemento y desperdicio. En La región... se conjuntan tres energías: la capitalina, la capitalista y la inagotable del autor, que enfrenta a la densidad de la Historia las vibraciones del infinito urbano, con un epitafio que es el mambo de los comienzos: "Aquí nos tocó, qué le vamos a hacer." Pero en rigor no impera el determinismo, sino la identidad profunda de dicha y desdicha, en donde la ciudad oprime y libera, destruye las ilusiones y permite los actos que la memoria volverá sueños, erige desgracias monumentales y caudales siempre inmerecidos, y condensa el ímpetu que será la materia prima de las siguientes generaciones. Sin el cultivo de las individualidades, la ciudad no conoce las vibraciones del despegue, y sin el autoengaño no se oxigenan las individualidades. Según creo, en La región... los personajes le entregan a la ciudad sus actos como propuesta de diálogo, algo antes inimaginable en el horizonte donde el único interlocutor, y desde las buenas costumbres, era la sociedad.

Qué curioso y qué rara coincidencia. Al hecho más significativo de La región..., el debut de la ciudad moderna, lo enmarcan seres muy tradicionales. Desde nuestra perspectiva, resultan emanaciones de lo antiguo o de lo pintoresco (ese grado fotogénico del anacronismo): los banqueros que vienen desde abajo, los falsos aristócratas, los zánganos, los intelectuales -cuyas reflexiones son música de fondo del desarrollismo-, las putas, los proletarios, la élite circular de los cocteles, los productores de cine, los aristócratas que alquilan sus semblantes ruinosos, los arrendatarios de la oportunidad. Pero el conjunto arroja otro resultado, y no sólo la ciudad es distinta a la suma de sus partes, también renueva a diario sus visiones de conjunto informe o multiforme; la capital posee lo ya intuido formidablemente por Manuel Payno en Los bandidos de Río Frío: a esto que llamamos ciudad lo marca el modo en que el bosque no deja ver a los árboles, y el recelo que vuelve indistinguibles la clandestinidad y el anonimato. Y la mayor transgresión concebible es desaprovechar las ofertas lúdicas, sensoriales, sexuales, al alcance de la mano, y no es albur.

Ciudad de los rascacielos que nunca serán palacios

¿En dónde reside la modernidad de La región..., la novela que creó otra ciudad de México? En la intensa creatividad del Fuentes veinteañero, en la asimilación inteligente de las lecciones de creadores divesos (Dos Passos, Octavio Paz, Faulkner, Pérez Prado), y, sobre todo, en la flexibilidad de una prosa rápida, de arrojos líricos, fragmentada, intertextual, multilingüe, omnívora, que escucha, observa y escribe a la ciudad y sus impulsos de trepidación y vértigo. Pero si la ciudad se deja describir, cercar, esencializar, desaparece. Su mérito (su verdad irrefutable) es desbordarse a sí misma todos los días, y por eso Fuentes, en La región..., al abordar la capital de un tiempo determinado, traza la última ciudad inteligible, antes de la hoy tan felizmente habitada por nuestros espectros, o tan pesarosamente vivida por nosotros mismos. Gracias a la prosa de Fuentes, la ciudad se acercó de otra manera a sus lectores, y por eso a Fuentes debe adjudicársele un método único y magnífico para aproximarse a la ciudad, ese poderoso río de apetitos y condenas y biografías traspasadas por el destino y la Historia.

¿Qué significa esta nueva moda, los aniversarios de los libros? Un clásico, entre otras cosas, es un libro leído por cada generación como si apenas se publicase, y la edad literaria no se determina por fechas de impresión sino por la cercanía o la distancia de sus lectores. Si a los cuarenta años de aparecida La región más transparente respondemos a su conjuro de modo equivalente al de la fascinación de 1958, entonces es hora de cantarle a la novela "Las Mañanitas". No es la conmemoración sino la anulación del tiempo realmente transcurrido lo propio de la literatura.

Leído durante la celebración de la novela, en el Salón Los çngeles, 23 de marzo de 1998.