La Jornada Semanal, 29 de marzo de 1998



EL AFFAIRE ROYKO


Francisco Hinojosa


Autor de estupendos relatos para niños y de las Memorias segadas para un hombre en el fondo bueno, Hinojosa también ha incursionado en la crónica viajera (fruto de este interés es su libro Un taxi en L. A.). Próximamente publicará la bitácora de su viaje a Chicago. Ofrecemos un adelanto de este libro.



El segundo viaje que Poncho y yo hicimos a Chicago inició el 29 de abril y terminó el 6 de mayo, día en el que alcanzaríamos a nuestras respectivas esposas y comadres en Nueva York, a fin de que los tres se divirtieran a sus anchas en tanto yo dictaba una conferencia sobre la censura en la literatura para niños -gracias a la invitación del Instituto Cervantes- y concedía entrevistas a todos los medios que lo solicitaran, aunque finalmente ninguno lo hizo (incluido la CNN, cadena de TV en la que mi prima María conduce un programa).

A la misma hora en la que tomábamos el primer bourbon en el avión que habría de llevarnos a nuestro destino (hacia las tres y media de ese 29 de abril), en el Northwestern Memorial Hospital de Chicago moría el periodista Mike Royko, a los 64 años, víctima de una afección cardiaca.

Teníamos una tarea que cumplir en el aeropuerto O'Hare antes de trasladarnos a Pilsen: conseguir los boletos que días más tarde nos llevarían a Nueva York. Los cálculos económicos que hicimos con anticipación -que habían previsto que un vuelo de esa índole tendría que ser similar al puente aéreo México-Monterrey-, no nos salieron dentro del presupuesto: era más barato viajar a NY desde Dolores Hidalgo o Cuernavaca que desde Chicago. Algo que comenzó, en nuestras indagatorias, en cerca de los 400 dólares, se transformó, con la ayuda de una o'hareana adoptiva con ascendencia guanajuatense, y por lo tanto coterránea de Poncho, en algo más cercano a nuestros bolsillos. Elizabeth Hernández, luego de escuchar pacientemente nuestras penurias -que significarían un severo recorte en el gasto social y en el abasto de víveres y alcohol- nos consiguió dos pases de ¡42 dólares!, que trasformaban a la línea aérea que nos llevó al fin a Nueva York en un económico y lujoso Greyhound alado. (En una siguiente visita a su o'hareano hábitat, Poncho fue a agradecerle a Elizabeth su cortesía; a cambio le ofreció volar a cualquier ciudad de los Estados Unidos por una tarifa similar.)

Ya con los bolsillos aliviados, aprovechamos para comprar en el O'Hare café de Chiapas, galletas y una botella de Wild Turkey.

Decía que mientras tomábamos el primero bourbon en el avión, moría Mike Royko. He de confesar que en ese momento, ajeno al fatal desenlace, apenas tenía una vaga idea de quién era el finado. Cuando esta crónica era apenas un proyecto, mi tía Bertha -que se ofreció como informante y enlace con el mundo chicaguense- me mandó un e-mail para contarme que el occiso había escrito un artículo racista y ofensivo, publicado a principios de 1996 en el Chicago Tribune, que hizo reaccionar con furia a la comunidad mexicana. Al día siguiente de la publicación, me decía en su correo, un numeroso contingente de hispanos se apostó a las afueras del edificio para exigir la cabeza del articulista.

Hasta la mañana del 30 en que pude leer en el diario la noticia de su muerte, me enteré de que Royko era algo más que una figura muy ligada a la vida cotidiana del Chicago de las últimas tres décadas y, más recientemente, desde el 27 de febrero de 1996, a la de sus pobladores hispanos. Premio Pulitzer 1972, corresponsal durante la segunda guerra, "The Man Who Owns Chicago" (según el Esquire), primer Premio H.L. Menken, editorialista del Daily News, el Sunday y el Chicago Tribune, Mike Royko era uno de los periodistas más leídos y más respetados por la opinión pública en los Estados Unidos. Su columna, que aparecía en la página tres de este último, era reproducida por más de 600 periódicos y semanarios. "Mike era Chicago", dijo a su muerte el también escritor y articulista Studs Terkel, "libra por libra el mejor periodista de América".

Y efectivamente, la historia de la ciudad y del país durante los últimos 30 años había sido narrada diariamente por Royko. Su humor sarcástico, muchas veces ácido y cruel, lo distinguía. Lo mismo hablaba acerca de los Bulls o los Cubs, como lo hacía sobre el Congreso, Frank Sinatra o el presidente en turno de los Estados Unidos.

El artículo que tanto irritó a la comunidad mexicana e hispana de Chicago, precisamente, tenía que ver con este último tema: la elección del próximo presidente norteamericano en noviembre. Hablaba el periodista de los posibles candidatos: Clinton, Dole, Powell y Buchanan. Y decidió tomar en ese momento partido "eventual" por este último, pese a que sus opositores (y no tan opositores) lo tildaran de fascista. Sin embargo, pronto olvidó el tema electoral y las cualidades de los contendientes para centrarse en los ataques de Buchanan contra los inmigrantes ilegales que "vulneran" y ensucian su país. (En su campaña, por cierto, proponía un nuevo muro de Berlín que protegiera la frontera de los Estados Unidos y la anexión de Baja California como pago del préstamo que su gobierno nos hiciera en 1995.)

Decía Royko que el ex candidato derrotado estaba convencido de que "si no cerramos la frontera sur, eventualmente nos veremos forzados a cenar frijoles refritos y a nombrar a nuestros hijos José". Tanto Buchanan como el periodista, hemos de suponer, preferían comer hamburguesas (¿o nachitos, o fajitas?) y bautizar a sus hijos con nombres no hispanos: ¿Jack, Peter, Bill?, ¿o quizás los más anglos: Jerzy, Lionel o Djuna, nombres que tienen que ver con inmigraciones más legales y menos morenas?

Más adelante, ya con la camiseta buchananista bien puesta, Royko afirmaba que "a pesar de sus playas y otros atractivos turísticos, México no es un vecino agradable": es transgresor de las leyes, es narco y es corrupto; mete a la fuerza la droga en nuestra nación ("aunque nosotros no queramos consumirla", supongo que le habrá pasado por la cabeza al Pulitzer). "Es un país inútil", continúa la columna, "y antes de que su población se nos cuele por la frontera, deberíamos invadirlo y convertirlo en el mayor campo de golf del mundo". Su humor, no muy refinado por cierto en esa ocasión, tampoco ocultaba su sello de intolerancia.

Luego de emitir sus juicios, The Man Who Owns Chicago le preguntaba al lector: "Tan sólo nombre usted una cosa que México haya hecho este siglo que sea de uso genuino para el resto del mundo, además de su tequila." Carlos Fuentes le respondió, desde el Houston Chronicle y el New York Times:

El columnista del Chicago Tribune -a quien nuestro cónsul, Leonardo French, ha dado cumplida respuesta- tiene la suerte de que lo derrote su propia ignorancia. Olvídense de la pintura, la arquitectura, la literatura, la música y hasta la cocina de México.

Olvídense de los premios Nobel a Alfonso García Robles, Mario Molina y Octavio Paz. Olvídense de Agustín Lara, Consuelito Velázquez y Gabriel Ruiz, cuya Solamente una vez se escucha noche y día en los Muzak con el nombre de You belong to my heart. Olvídense de que la salsa mexicana se vende más que el ketchup gringo.

Recuerden, más bien, que las mesas norteamericanas carecerían de frutas y verduras, los restoranes de camareros, los jardines de jardineros y mil servicios más de empleados, si no fuera por los trabajadores mexicanos. ¿Se inclinaría Royko a recoger las fresas y los tomates que consume y que los trabajadores mexicanos ponen en su mesa?

Al día siguiente de la publicación del artículo de Royko, la comunidad hispana se apostó en las afueras de la Tribune Tower, exigió la renuncia del columnista, además de su retractación, y amenazó con boicotear ¡ƒxito!, la publicación semanal que el Chicago Tribune edita para los hispanohablantes de la ciudad.

Dos días después, Royko publicó una nueva nota ("Some hyperbole sparks some major hypersensitivity") que, lejos de la retractación solicitada, le echó más ocote al incendio. Contaba que habían hecho con su fotografía un cartel que se colgó en las estaciones del metro con la leyenda "Se busca"; que recibió incontables llamadas de protesta e insultos de variada intensidad, incluido un par de amenazas de muerte, y que algún locutor de la radio se encargó de predisponer a los radioescuchas en su contra y tergiversar sus palabras. Luego se "disculpaba" irónicamente para reafirmar todo lo dicho en su primer artículo y aprovechaba para dar una lección de poética a sus detractores: transcribir la definición de "hipérbole" con el fin de justificar una de sus perlas: "debemos privatizar al país por entero [México] y darle la franquicia al Club Med". Puso énfasis nuevamente en las molestias que le ocasionaba la inmigración ilegal, en la corrupción de los policías y los políticos mexicanos, en que cada quien es dueño de su hogar y por lo tanto tiene derecho a invitar a quien le venga en gana (¿a sus padres polacos?), y en que el narcotráfico es el verdadero y único negocio que sabe hacer nuestro país (no mencionó, por cierto, a nuestras víctimas: los indefensos norteamericanos que consumen todo lo que les vendemos: petróleo, jeans, tequila, mota, coca).

Las manifestaciones de repudio a las afueras de su oficina en la Michigan Avenue continuaron, para regocijo del columnista -según lo deja ver en sus respuestas.

Un tercer artículo ("Personal attacks OK, but some things are out of bounds"), fechado el 1 de marzo, lo dedicó a transcribir las llamadas telefónicas que había recibido con motivo de los dos anteriores. Sin renunciar al tono irónico que siempre lo acompañaba, hacía un recuento de la vasta gama de insultos y amenazas que obtuvo: fue calificado de borracho, xenófobo, fascista y hitleriano por todos los que tuvieron acceso a su número telefónico. A uno de ellos, que como muchos otros se había metido con su progenitora, lo retó a duelo en la calle antes de decirle: "You, sir, are human garbage."

El último artículo que publicó Royko en el Ch. T., poco más de un año después de estos acontecimientos y casi un mes antes de su muerte, hablaba sobre los Cubs y su dueño, el señor P.K. Wrigley, el mismo que invade con sus gomas de mascar al mundo: veinte millones de paquetitos de chicles por día.

Además de exhibir sus conocimientos históricos en materia de beisbol, Royko alcanzaba a disculpar al empresario por mantenerse fiel a la idea de que el Wrigley Field no tuviera alumbrado (lo cual obliga a que sea el único estadio de las Grandes Ligas en el que se juega necesariamente de día; al respecto Rudy Lozano, fanático de los White Sox, decía que "ellos son el mejor equipo porque son para los pobres y siempre tienen los juegos durante la noche. Y los Cubs son para los ricos, ya que los juegos son en el día").

Lo que no perdonaba el periodista era el empeño del chiclero por cerrar la entrada al equipo a jugadores negros. Los Cubs participaron en su última serie mundial en 1945. Dos años después, los Dodgers de Brooklyn contrataron al primer jugador negro que habría de hacer historia, Jackie Robinson. A partir de entonces, los peloteros de beisbol de color hicieron triunfar a muchos equipos, menos a los Cachorros, que mantenían su negativa a entintar sus filas. Y el resultado, del que se lamentaba Royko y del que se siguen lamentando sus leales seguidores, como pudimos comprobar con nuestros propios ojos y nuestro aburrimiento, está a la vista: un equipo bastante mediocre.

Hacia el final del último viaje que Poncho y yo hicimos a Chicago, un domingo de junio, llegamos al Wrigley Field hechos a la idea de que tendríamos que negociar con un revendedor para poder entrar al estadio. Tal y como nos sucedió cuando fuimos a ver a los Bears, conseguimos los boletos abajo del precio nominal, aunque en esta ocasión el encuentro aún no había empezado.

El Wrigley Field es un estadio que siempre quise conocer. Las veces que estuve en él a través de la televisión, y siempre porque los Cachorros se enfrentaban contra un equipo taquillero (por ejemplo, los Dodgers del Toro Valenzuela), se me antojaba porque estaba incorporado a la vida del barrio. Desde las azoteas se podía ver a los vecinos que juego tras juego gorreaban el partido en compañía de sus invitados, alcohol y botanas de por medio.

Lo que sucedió, entrada tras entrada, batazo tras batazo y out tras out, apenas hizo levantar a los espectadores de sus asientos. Lo mejor del juego estuvo a cargo del equipo visitante, los Cerveceros de Milwaukee, cuyos aficionados celebraban la victoria sobre los locales con el sello de la casa: la cerveza. Y el único momento en el que se escucharon aplausos no tuvo que ver con lo que pasaba en el diamante: de uno de los palcos salió el grandote Steve Kerr con su hija en hombros. El jugador de los Bulls, dos días antes, había encestado la canasta definitiva que llevó a su equipo a ganar por quinta vez el título de la NBA.

La última frase del artículo de Royko se preguntaba por qué no habían llegado los Cubs, desde 1945, a otra serie mundial: "Porque no han sido lo suficientemente buenos. Pero yo sé que si ellos tuvieran noticias de una criatura de tres piernas venida de otro planeta que pueda meter home runs o hacer lanzamientos de 95 millas por hora, la contratarían. Y nosotros brindaríamos."

El conflicto que Royko tuvo con la comunidad hispana no pasó a más. Quedó en la memoria de muchos, que recortaron los artículos para un futuro uso. Otros lo perdonaron, ya que sus columnas, cuando trataban de temas menos espinosos, eran un grato material de consumo. Elizabeth Ayala-Barrera, de 33 años, dijo al día siguiente de su muerte que lo recordaría menos por sus columnas sobre los mexicanos que por su honestidad y la valentía de sus opiniones. E Isaías Alaniz, también habitante de La Villita, pensaba que aunque Royko había ofendido a mucha gente, él fue parte de Chicago, como los Bulls, los Cubs o los White Sox: "es parte de la grandeza de Chicago".

En cambio, en el que había sido el edificio donde sus padres, inmigrantes polacos, se establecieron hacia 1938, nadie lo conocía. El 2122 N. de la avenida Milwaukee, que había tenido en su planta baja una taberna en la que Mike trabajó de joven, y en la segunda la casa de la familia, es ahora propiedad de un dentista hispano y de un vendedor de baratijas de origen iraquí.

El Chicago Tribune, por su parte, estuvo presente con su carro alegórico en el desfile del 5 de mayo, aunque a la mitad del trayecto sufrió una avería digna de carnaval en Irapuato que le impidió terminar el recorrido. El ¡ƒxito!, su subsidiario en español, se sigue regalando en las cajas de autoservicio de periódicos, mientras que el semanario La raza, más crítico, se vende, ese sí, con mayor éxito.

En las afueras del Miller's Pub -bar irlandés al que llegamos por recomendación de quien narrara Los intocables para la TV mexicana en los años sesenta, çlvaro Mutis- esperaba Jack, en su taxi modelo "lanchón", a un cliente que solicitó el servicio. Ante nuestro más puntual (llamémosle) agandalle, Poncho y yo lo abordamos (un billete de cincuenta dólares más o menos visible en mi mano) y le pedimos que nos llevara a Pilsen. Hombre de mundo, arrancado de una película de gángsters de los cincuenta, Jack aceptó el trato. En ese momento el verdadero solicitante, un junior editor, salió del pub para reclamar lo que le pertenecía (sin duda).

Dueño de su unidad, así como de sus ciento setenta kilos, el conductor le ofreció al joven que compartiera el servicio con nosotros, ya que el rumbo era el mismo. Sin una alternativa más cómoda, tuvo que acceder. (Si yo hubiera visto el deplorable estado de los pasajeros con quienes tendría que compartir el taxi, a la sazón Poncho y yo, creo que hubiera preferido caminar.)

En la plática que entablamos con el junior llegamos al tema editorial (que nos tenía muy sin cuidado) y pronto a Mike Royko (que sí). Antes de que pudiera expresar su parecer, Jack explotó: "Era un infecto y caca-de-toro borracho (eso dijo, en traducción de Poncho). Yo lo vi con mis propios, malditos ojos. Estaba en un bar tan tomado el muy caca-de-toro que quiso quitarle la mujer a su propio acompañante. Sus manos se le echaron encima. Quería, saben, quería sexo. Quería fuck, fuck, fuck. Quería fuck. Eso no se vale, aunque sea muy periodista."

El joven (no impresionado, ecuánime, como si no hubiera bebido nada en el Miller's y tuviera un compromiso temprano a la mañana siguiente) evaluó al finado articulista del Tribune con mayor sensatez (la cual dejó de importarnos ante el relato vivo de Jack): dijo que le gustaba su humor ácido, que era alguien muy enterado de lo que sucedía en la ciudad y en el país, y que el problema que tuvo con los mexicanos habría tenido un mejor desenlace si el orgullo no le hubiera ganado.

Jack derrapó llantas, escupió hacia el tablero un chicle color mandarina y metió el freno con violencia. Hizo bajar al digno junior, seis dólares mediante, una cuadra antes de la dirección que le había marcado y arrancó el lanchón como si Scarface en persona lo persiguiera.

A los pocos minutos nos enteramos de tres cosas: no había dejado al junior una calle antes por estar en desacuerdo con sus comentarios acerca de Royko; Scarface no lo perseguía; y tras él iba una camioneta tripulada (eso dijo) por uno de sus peores enemigos. "Yo les digo cuando tengan que agacharse." (Poco después añadió: "Tienen buen tino.")

Para estar metidos (sin haber solicitado el servicio) en uno de los capítulos narrados por Mutis acerca de Eliot Ness y sus muchachos, la cosa no fue tan grave. Jack maniobró con tal destreza (puso las ruedas en polvorosa) que sus enemistades se perdieron fácilmente en una avenida, al tiempo que nuestra unidad entraba de lleno a un freeway.

No quiso contarnos más acerca de sus problemitas (aseguró que era por nuestro propio bien), nos invitó un chicle anaranjado (que a mí no me cupo en la boca) y retomó el tema: "Ese Royko era pura caca-de-toro, era un borracho. Yo lo vi. Sus manotas estaban tras las tetas de la mujer de su amigo."

A las afueras del departamento tuvimos que negociar: quería cobrarnos un dólar simbólico. Le ofrecimos los veinte que creíamos justos (le aseguramos que aunque estuvimos a punto de la incontinencia, nos había divertido en el trayecto). Convinimos en darle diez dólares más un libro mío, para niños. Aceptó el trato, subí por el volumen y bajé con él ya dedicado: "Para Jack, el último de los clásicos."