La Jornada Semanal, 29 de marzo de 1998
Los idos de marzo
Hace 160 semanas escribí en estas páginas: "Iniciamos hoy nuestro trabajo con la desmedida ambición de agregarle motivos al domingo." No me corresponde a mí juzgar en qué medida contribuimos a animar el día del descanso bíblico, los picnics y el futbol. En tres años, el tiempo ha pasado con suficiente inclemencia para ladear el edificio de La Jornada hacia la calle de Artículo 123 (rebautizada como Artículo mortis), pero nuestro trabajo responde a otro reloj. Periodismo: el tema del siglo de este domingo, mañana sirve para envolver pescado. Los Rolling Stones, que algo saben de tradición, cantan en sus conciertos: "¿Quién quiere periódicos de ayer?" Si alguien se interesa en la etapa de La Jornada Semanal que hoy concluye, tendrá que ingresar a los esquivos territorios de la memoria o de los archivos.
Para un escritor de ficción, trabajar en un periódico es un saludable y absorbente baño de realidad. Después de tres años, contraje un síntoma peligroso: mis jornadas de periodista eran el pretexto ideal para explicar por qué no escribía los libros que quería escribir. Si no podemos estar seguros de nuestro talento, al menos podemos estar seguros de nuestras excusas. En consecuencia, decidí abandonar mis días de editor y seguir vinculado al periódico como colaborador.
No hubiera cumplido estos tres años sin el apoyo de incontables amigos. Con su generosa disposición a inventarle virtudes a la gente, Carlos Payán Velver me consideró apto para dirigir un suplemento en el que me bastaba participar como lector. México atravesaba la peor crisis de su industria editorial y numerosos suplementos se habían cerrado o reducido. Defender la cultura de la letra en ese momento podía ser visto como una ingenuidad o una cruzada. Para mí, fue una forma de corresponder a los editores que habían publicado mis textos a lo largo de veinte años.
Al asumir la dirección de La Jornada, Carmen Lira Saade evaluó nuestro trabajo en términos que nos impulsaron a seguir adelante. El apoyo y la libertad que recibí de Payán y Lira fueron indispensables para que La Jornada Semanal adquiriera un tono propio, que ojalá se haya notado.
Roberto Calasso ha escrito que editar es el arte de tener los nervios de punta. Si esto es verdad para la sofisticadas colecciones que él dirige en Milán, lo es mucho más para los suplementos donde el insomnio y la gastritis son temas recurrentes. Durante 160 semanas, Ricardo Cayuela Gally, Eduardo Hurtado, Carlos García-Tort, Marga Peña, José Luis Guzmán, Rosario Bedolla, Arturo Fuerte y Verónica Silva integraron un equipo que rebasó sus obligaciones profesionales y me ofreció una impagable terapia de apoyo. No dejaré de agradecerles estos tres años.
Un rasgo definitorio de La Jornada es que sus auténticos dueños son los lectores. Con excesiva frecuencia, escribir equivale a lanzar una botella al mar. Gracias al sinnúmero de comentarios para mejorar desde los temas de portada hasta los pies de foto, jamás nos sentimos en la isla donde los náufragos sobreviven comiéndose la camisa.
Desde nuestro primer domingo, nos propusimos ser un espacio plural, ajeno a capillas y porras bravas. Este propósito de tolerancia sólo podía ejercerse con la ayuda de los colaboradores. Agradezco a todos los colegas que nos distinguieron con sus textos, incluido al que me dijo: "Acepto que me publiques al lado de ese miserable con el que no me comería ni una jícama en la calle."
Toda empresa literaria apuesta a ser leída y, en buena medida, los periódicos dependen de las "grandes firmas". No puedo citar a toda la gente que, como Aurora Bernárdez o Elías Trabulse, nos ayudaron a publicar inéditos de Cortázar o Sor Juana, e hicieron que la capacidad de convocatoria de La Jornada Semanal dependiera de una comunidad enorme y no de los atributos de su director.
Un suplemento vivo es un taller. Acaso el mayor privilegio intelectual de estos tres años fue leer primicias de jóvenes escritores. Desde el futuro, La Jornada Semanal será vista como la pradera casi inverosímil donde los grandes leones fueron jóvenes.
Hoy cerramos un ciclo, pero los motivos del domingo continúan: dos amigos entrañables, Hugo Gutiérrez Vega y Rosa Beltrán, estarán al frente de La Jornada Semanal. Para ellos, la mejor de las bienvenidas.
El editor se parece al controlador de tráfico áereo: ordena lo que está en el aire. No puede inventar aviones, pero regula los aterrizajes. Agradezco la confianza de quienes pensaron que yo podía mirar el cielo que antes cuidaron Fernando Benítez y Roger Bartra.
Como en el verso de fray Luis, el aire se serena. Buen momento para el despegue.
Dos anécdotas y una palabra
Las fórmulas protocolarias suelen ser recursos expresivos que enmascaran un gran vacío semántico. En ese tenor están los brindis diplomáticos (¡larga vida a los reyes de Holanda!); las dedicatorias, en una tesis doctoral, a los sinodales (y al Dr. Gregorio Salvatierra, sabio donde los haya); los agradecimientos en la entrega de los îscares (agradezco a mi nana Lorenza el haberme castigado sin tregua durante mis primeros 17 años de vida. Sin sus regaños y constantes críticas hoy mi vida sería un páramo sin reflectores), y las despedidas editoriales. ¿Cómo escapar a esta función fáctica de la lengua y decir algo con verdadero sentido?
¿Debo aprovechar este espacio para decir un par de cosas lapidarias sobre nuestra república de las letras, gracias al mirador privilegiado que resulta un suplemento para descubrir los hábitos de sus ciudadanos más ilustres? No lo creo. ¿Se trata entonces de especular gratuitamente sobre dimes y diretes, chismes y chismetes del mundo periodístico? La verdad, se me antoja, pero no es mi papel. ¿Soy la persona indicada para ponderar los posibles méritos hemerográficos del suplemento que, con estos editores, hoy termina? Desde luego que no. ¿Hacer una lista de los colaboradores y amigos que formaron el corazón de este empeño editorial es una salida elegante? Sí, pero apenas sería justo con todos los que lo hicieron posible y abarcaría muchas páginas, aun sin ser exhaustivo. Tampoco se trata de revelar ahora nuestra idea de cultura
-un suplemento es algo que se agota cada domingo- y, al cuarto para las doce, explicarlo todo. ¿Qué queda? Queda desearles mucha suerte a los que nos suceden, queda contar un par de anécdotas y dar las gracias.
En una ocasión, Juan me pidió que lo acompañara a comer con un amigo suyo, doctor en letras inglesas y experto traductor, que quería proponernos algo para el suplemento. Intenté rehusarme con el clásico "soy muy tímido, no sé qué decir cuando se acaba el tópico del clima, tengo mucho trabajo". Al final acepté, como suelo, entre otras cosas porque soy muy tímido y detesto hablar del reporte metereológico. Comimos en una cantina, lo que en el Centro quiere decir, bebimos muchísimo. ¿La plática empezó en Eliot y acabó comparando a Michele Pfeiffer con Wynona Ryder, como frecuentemente nos pasa? No, esta vez mantuvo su talante literario, pese a que la comparación entre ambas divas ha sido definida por el propio Juan como una fractura generacional insuperable. ¿Empezó con preguntas curriculares y acabó en confidencias amorosas? Para nada. Sin embargo, de regreso a la oficina cayó una tormenta de esas que Tláloc suele enviarnos cada estío a los hombres del altiplano. Fue tal la cantidad de agua que era inútil resistirse a la empapada y aburridísimo pasarse la velada en una cornisa de banco cerrado, Bital para más inri. Por fin, el granizo nos hizo libres, y empezamos a perseguirnos, pisando los charcos de agua adrede y arrojándonos al lodo como si estuviéramos en Woodstock. Todavía me pregunto qué pasó con ese rígido académico que llegó de traje a la Redacción a proponernos un dossier. No fue la comunión de la palabra. Fue algo más primitivo. Fue el encuentro de la correspondencia perdida con la naturaleza. ¿De qué están hechos los miedos del hombre si todos somos hijos del mismo barro?
En otra ocasión, me tocó pedirle una portada a Toño Helguera, genial cartonista del periódico y leal camarada. Mi función era explicarle el contenido del tema principal para que él nos hiciera una ilustración. No había acabado de decir la primera palabra (Magri...), cuando Toño me interrumpió en seco y me dijo: "No digas nada más. Ya era hora que tocaran ese tema. Lo sé todo, me fascina, ¿para cuándo la quieres?" Yo insistí, precavido, en explicar algunas cosas. Entablamos, no un diálogo de sordos, sino algo más peligroso, un diálogo de entusiastas. Yo decía "el Danubio" y el replicaba sin oírme "la luz negra". El decía pipa y yo aclaraba que no fumo. Yo decía Trieste y él decía que no estaba triste. El jueves en la tarde, como habíamos acordado, llegó con su flamante portada. Cuando vi su espléndido Magritte, entendí toda la plática y sólo alcancé a decirle: mais Antoine, ceci non plus n'est pas un Magris, parafraseando el célebre Ceci n'est pas une pipe de Magritte. La generosidad de Toño me perdonó todo y, por si fuera poco, nos dibujó un Magris en Trieste en unas cuantas horas. Esta página tiene como ilustración aquella portada.
Por último, una sola palabra en mi despedida. Es una palabra al mismo tiempo sublunar y sublime. La usamos todos los días, sin reparar en su significado, con el cartero, el carnicero, el carpintero. Sin embargo, es la única palabra que pudo pronunciar Abraham después de que el inefable Jehová perdonara, ya lista la pira funeraria, la vida de su hijo Isaac; no se le ocurrió otra a Odiseo, el hijo de Laertes, para saldar cuentas con los feacios por su hospitalidad en su accidentado regreso a casa. Me refiero, claro, a la palabra gracias. A veces lo más sencillo es lo más complicado. Simplemente, gracias.