La matanza perpetrada en Acteal, municipio de Chenalhó, el 22 de diciembre de 1997, ha sacado a la luz una de las principales posturas del conflicto de Chiapas: la definición y la puesta en práctica de la autonomía indígena.
El asunto es objeto de debate nacional.
Ante el rechazo del gobierno a dar curso a los acuerdos de San Andrés Larráinzar, los zapatistas y sus simpatizantes se han encargado de aplicarlos en Chenalhó y otros municipios del estado. Los caciques locales, cuyo poder fue así puesto en duda, han reaccionado con violencia, apoyándose en las autoridades regionales y en un sector del poder federal que fingen creer que la unidad nacional está en peligro. Sin embargo, la autonomía, tal como la conciben y la practican los zapatistas, de ninguna manera es sinónimo de secesión o de separatismo.
El debate sobre la autonomía
México puso en marcha desde los años treinta y cuarenta una política indigenista tendente a la incorporación de los indios en una posición subalterna y a su asimilación progresiva, política que se esfumó con el reflujo del Estado nacionalista-populista de los años ochenta y noventa. Al incluir en la Constitución, en 1992, el reconocimiento del carácter multicultural de la nación, el gobierno neoliberal de Carlos Salinas sólo intentaba realizar una reforma cosmética, por tratarse de un año de conmemoración del ``encuentro de dos mundos''. Pero en los últimos decenios surgieron organizaciones indígenas, favorables al desmantelamiento progresivo de la política indigenista, que guardaban distancia con el poder y eran portadoras de nuevas reivindicaciones. Una de ellas, la COCEI, impulsó durante los años ochenta, en el istmo de Tehuantepec, un movimiento y una experiencia de gestión municipal que han tenido repercusión nacional. Pero es a partir de la insurrección zapatista de 1994, y de forma más precisa luego de la firma, en febrero de 1996 en San Andrés Larráinzar, de los ``acuerdos sobre derechos y cultura indígenas'' entre el gobierno federal y el EZLN, que el asunto de la autonomía indígena se convirtió en tema de debate e incluso se transformó en un obstáculo entre los zapatistas y el poder.
El gobierno ha mostrado fuerte reticencia a aplicar lo que había firmado y diversos personajes del régimen han puesto en la mesa la idea de un estatuto particular para las poblaciones indígenas. Esta posición no es, por otra parte, exclusiva de sectores oficiales. El sociólogo Roger Bartra se ha constituido en el portavoz de los intelectuales de izquierda que denuncian los peligros de una pretendida ``democracia comunitaria'' y ven en los gobiernos locales, fundados sobre los usos y costumbres, los gérmenes de una futura violencia étnica. Bartra critica el autoritarismo, el machismo y el fundamentalismo de los sistemas tradicionales de organización de las comunidades y del poder local, y con ello alerta sobre el peligro de la creación de ``reservas'' y de nuevas ``zonas de refugio''.
Ciertos intelectuales, defensores de la autonomía y de la democracia comunitaria, alegan que el autoritarismo, la violencia y el sexismo en el seno de las comunidades provienen de la sociedad dominante. Una vez desembarazada de las escorias del colonialismo y del neocolonialismo, la comunidad reencontraría una autenticidad precolombina y un carácter armónico, igualitario y democrático.
Un debate tan fuertemente ideologizado resulta pronto vano y estéril. Es necesario apartarse de él para volverse hacia los actores presentes. Luego entonces, se percibe que lejos de buscar reproducir o restaurar la tradición (como lo dan a entender Bartra y otros), los sectores que declaran la democracia comunitaria han roto ya con la vieja comunidad y están resueltamente proyectados en la modernidad. Ellos son los más opuestos a los caciques, a los adeptos a un consenso autoritario y exclusivo, a los fundamentalistas de la tradición a menudo insertados en el partido de Estado, el Revolucionario Institucional.
¿Peligro de comunitarismo
zapatista?
Hasta aquí, las expulsiones, los desplazamientos forzados, el sectarismo en Chiapas son más responsabilidad de los antizapatistas que de los zapatistas. San Juan Chamula es desde hace muchas décadas el mejor ejemplo de un integrismo indígena que se inserta perfectamente en la política del PRI, cuyos militantes de Chenalhó dieron recientemente una demostración dramática. Expulsiones, violencia, enfrentamientos entre neocatólicos y evangélicos, desplazamientos y masacre contra seguidores del zapatismo.
Esto no quiere decir que los ``modernos'' no hayan cometido acciones en contra de sus adversarios. Hay en Chiapas una falta de cultura democrática, una tendencia a poner fin a los conflictos recurriendo a la imposición, a la fuerza. Los zapatistas mismos han perpetuado diversas formas de autoritarismo, del autoritarismo de consenso. Escapar a sus inclinaciones comunitaristas les supone dar lugar a una pluralidad de puntos de vista, a las minorías, a los opositores; les supone distinguir la esfera política de la social, la cultural y la religiosa (Marcos es particularmente consciente del peligro de guerra civil que implica la fusión del político y del religioso en un contexto en el que las divisiones religiosas son intensas). Implica también que ellos se abran a la sociedad nacional.
Existe el peligro de reproducir en Chiapas la experiencia desastrosa de las Comunidades de Población en Resistencia (CPR) de Guatemala, que han vivido, algunas durante 15 años, replegadas sobre sí mismas, rehenes (con o sin su consentimiento) de la guerrilla y dependientes de la ayuda internacional, practicando una suerte de comunismo primitivo, animados por un milenarismo que alimentan algunos teólogos de la liberación. Cierto, la lógica del EZLN es opuesta en varios aspectos a la de la guerrilla guatemalteca. Pero la tentación de regresar al Desierto de la Soledad, de buscar refugio en la denuncia ética y en un milenarismo suicida está presente en el seno del zapatismo.
Municipios autónomos
La remunicipalización prevista por los acuerdos de San Andrés y puesta en práctica por los zapatistas responde, a la inversa, a una lógica institucional y de integración. El antiguo municipio era una estructura que dominaba, relegaba, subordinaba a las comunidades y a las autoridades indígenas, incluyéndolas pero en la dependencia.
La creación de ``municipios autónomos'' considera, por ejemplo, sustraer a sus habitantes de la influencia de poblados que son feudo de los ladinos, de los caciques indios, de las instancias del PRI y del gobierno.
Se trata de emanciparse de una dominación que se caracteriza por el clientelismo, el fraude, la corrupción, el autoritarismo, el racismo y la violencia. Pero también de rechazar la unanimidad habitual, religiosa o política; de reconocer la diversidad y los conflictos y de permitirles expresarse, de respetar el derecho de circular y de residir. En otros términos, la autonomía municipal debe ser objeto de un contrato regional y nacional. Es precisamente lo que está en juego en el debate en torno a las modalidades de aplicación de los acuerdos de San Andrés.
Si se ubica en esta perspectiva, no hay razón para temer por la unidad nacional. Al contrario: el reconocimiento de lo que siempre ha sido negado o pisoteado (la identidad, las prácticas indígenas), la iniciativa dada a la misma gente y la redefinición de las relaciones entre comunidad y municipio pueden, como la reforma municipal en Bolivia, contribuir a integrar a los indios a la nación sin que pierdan su identidad, y reconstruir así, sobre bases multiculturales e igualitarias, la identidad nacional mexicana.
Incluso en México, las tres cuartas partes de los municipios de Oaxaca (donde coexisten 15 etnias) eligen a sus autoridades según sus usos y costumbres y aproximadamente 70% de la población del estado es gobernada por autoridades indígenas. En los más de 400 municipios involucrados, la ``autodeterminación comunitaria'' se limita a la gestión de asuntos locales, de tierras y recursos comunales y de la cultura. Es un aprendizaje de la democracia por prueba y error, por confrontación de la costumbre con las normas nacionales e internacionales, por transformación de prácticas costumbristas a través de esta confrontación.
Lejos de representar un peligro para la unidad nacional, las reivindicaciones zapatistas, como las experiencias llevadas a cabo en Oaxaca, son ilustrativas de esta aspiración que formulan los indios: ``Nunca más un México sin nosotros''.
El cuadro chiapaneco, dibujado en estas estampas, muestra una guerra sucia destinada a destruir el tejido social y la resistencia de los pueblos rebeldes. A la estrategia de fomento del odio y la delación se suma una campaña de propaganda que busca la desinformación.
Les vemos las caras
``Pasan tan bajito que hasta las caras de los pilotos podemos ver'', dice José, habitante de La Realidad, quien recuerda que los vuelos ``comenzaron el mismo día que Zedillo anunció su iniciativa de ley indígena'' (13 de marzo).
Los sobrevuelos de aviones y helicópteros del Ejército son más persistentes sobre los cinco Aguascalientes y las cabeceras municipales rebeldes, donde bajan en picada como simulando un ataque.
En una sola jornada pasan hasta diez veces distintas aeronaves. Para impedir el temido desembarco, los habitantes de esta comunidad tojolabal -sede del municipio zapatista de San Pedro de Michoacán- han sembrado de estacas de madera la explanada donde están el Aguascalientes y la escuela destruida por el célebre helicóptero de Lolita de la Vega.
``A diario vienen'', dice Maximiliano, cuando comienza el desfile con un avión blanco con rayas, sigue con otro negro de dos colas y termina con tres helicópteros. Todos dan varias vueltas.
Los niños pequeños lloran y corren a sus casas. Los más grandes lanzan piedras al cielo, como si pudieran alcanzar los aparatos militares.
Cuatro o cinco horas
En La Garrucha -municipio zapatista de Francisco Gómez (Ocosingo)- el Ejército combina los vuelos con intensos patrullajes terrestres. ``Cuatro o cinco horas de dar vuelta encima de nuestra cabeza'', se queja el campesino Román.
En la comunidad Morelia de Altamirano un helicóptero de la Procuraduría estatal intentó aterrizar en el campo de futbol el 20 de marzo pasado ``causando pánico en la población'', denunciaron representantes de las 40 comunidades del municipio rebelde 17 de Noviembre.
Los tzeltales de Morelia también colocaron estacas en el campo deportivo. El aparato no aterrizó.
Ansiando la lluvia
Los campamentos militares de la cañada Patihuitz han sido reforzados. La lluvia y el mal tiempo son esperados con ansia por los tzeltales. El domingo 21 de marzo no hubo visitantes aéreos porque ``estuvo llueve y llueve''. Los hombres de la comunidad aprovecharon para plantar grandes palos en los terrenos del Aguascalientes, mientras otros colocaban piedras a la orilla del camino.
El cielo de Los Altos es también escenario de la presión aérea. En Oventic, San Andrés, donde está el otro Aguascalientes, un helicóptero artillado se balanceó sobre el abandonado Campamento Civil por la Paz a menos de 15 metros de altura, el 14 de marzo. Lo mismo ha ocurrido en los campamentos de refugiados en el municipio de Chenalhó, donde bajó un helicóptero el 16 de marzo.
Los números de la ofensiva
A las maniobras aéreas del Ejército -que parecen preparativos de una acción militar simultánea en los Aguascalientes- se agregan más de cien incursiones militares realizadas en los últimos tres meses contra pueblos simpatizantes del EZLN.
La militarización del campo chiapaneco abarca por lo menos 66 de los 111 municipios de la entidad.
Fuentes independientes, incluida la Conai, calculan en unos 70 mil los soldados destacados en Chiapas. Según la Secretaría de la Defensa Nacional, hay 37 mil miembros de las fuerzas armadas.
Hoy existen cerca de 250 instalaciones militares y unos 50 retenes diseminados por toda la geografía chiapaneca, particularmente en las regiones indígenas. Se trata de un despliegue ofensivo y no de contención, como explican las autoridades.
Desplazados, ¿tragedia sin fin?
La expulsión de miles de indígenas de sus pueblos y su concentración en campos rodeados de soldados, facilita el control militar.
En el municipio de Chenalhó hay 10 mil 500 desplazados, cien refugiados en el municipio alteño de Pantelhó, 5 mil en siete municipios de la zona norte, otros 3 mil en la selva Lacandona y la frontera con Guatemala. La comunidad de Guadalupe Tepeyac continúa ocupada por el Ejército y sus habitantes cumplieron tres años en el exilio.
Mientras miles de personas sobreviven precariamente, hacinadas, sin tierra y sin casa, los paramilitares se enseñorean en los pueblos y las casas abandonadas.
Paramilitares en 50 municipios
La paramilitarización, surgida en la zona norte, se ha extendido a Los Altos, la Selva, la Sierra, la Frontera y los Valles Centrales. En unos 50 municipios han sido detectadas bandas paramilitares integradas por militantes del PRI. La PGR reconoce cuando menos ``12 grupos de civiles armados''.
Estos grupos, como el que actuó en Acteal, han sido entrenados para atacar a civiles indefensos de los pueblos que simpatizan con el EZLN o con la oposición.
Soldados, policías de seguridad pública, judiciales, agentes de migración y, en muchos lugares, paramilitares, mantienen cercados a los pueblos y controlan los caminos mediante retenes de las Bases de Operaciónes Mixtas.
Los convoyes militares y policiales recorren carreteras, entran a las comunidades, interrogan a indígenas, capturan a observadores extranjeros e intimidan a integrantes de las ONG. Hay listas negras con los nombres de los dirigentes zapatistas de cada lugar y se promueve el enfrentamiento en las comunidades y pueblos.
Una escuela para el Ejército
En San Jerónimo Tulijá, municipio de Chilón, el Ejército instaló hace unas semanas un campamento en los terrenos de la única escuela. Los niños de San Jerónimo ya no pueden tomar clases.
Los indígenas tzeltales de este pueblo han protestado contra la presencia de la tropa. La respuesta del Ejército fue reforzar el campamento. Además, frente a los soldados, el grupo paramilitar Los Chinchulines -militantes del PRI del lugar- controla el pueblo y mantiene amenazadas a las bases zapatistas.
La justicia de Paz y Justicia
En cinco municipios de la zona norte no existe libertad de tránsito, pues el grupo priísta Paz y Justicia bloquea el acceso a las comunidades opositoras. Miles de choles refugiados están aislados y no reciben la más mínima ayuda humanitaria.
Ni la policía ni los soldados hacen nada para garantizar el libre tránsito. En tres años han muerto más de cien personas. Denunciar esta situación puede costar la vida. Eso le pasó a José Tila López, un joven campesino simpatizante del EZLN del municipio de Tila, quien expuso el drama de su pueblo ante la Comisión Civil Internacional por los Derechos Humanos. De regreso hacia su comunidad, José Tila fue asesinado por Paz y Justicia. Ocho personas más fueron heridas.
Pasamontañas blancos
El miedo impide que la gente haga su vida normal en Roberto Barrios, municipio autónomo del Trabajo. El campamento militar está a menos de 50 metros del Aguascalientes. Los paramilitares se entrenan allí.
En el único camino que une a la población con Palenque, priístas ataviados con pasamontañas blancos roban y agreden. El 15 de marzo, Trinidad Cruz Pérez, base zapatista, fue asesinado en esa brecha. Había salido a trabajar a Palenque porque escasea el maíz. Los agresores priístas tuvieron que abandonar el pueblo con sus familias porque fueron expulsados por la asamblea de los habitantes.
La propaganda oficial
En San Miguel Chiptic, Altamirano, los maestros oficialistas realizaron la consulta del gobierno estatal en favor de su plan de reconciliación. La mayoría de la población recogió sus boletas y nunca las devolvió. Fue su forma de boicotear la campaña oficial.
Ya de noche, cuando regresaba Pedro Vázquez Santiz a su casa, dos hombres borrachos, reconocidos priístas del lugar, le dispararon. En los medios oficiosos se dijo que los zapatistas habían atacado a un desertor.
Los sobrevivientes de Acteal
No bastó dejarlos marcados para siempre. Jerónimo, Zenaida, Marta y otros 15 niños huérfanos, sobrevivientes de Acteal, viven con temor de un nuevo ataque. A veces se oyen disparos en la carretera, llegan las noticias de nuevas casas quemadas y agresiones en otros campamentos de refugiados. Son más de 3 mil niños indígenas que viven en precarios refugios con sus familias, desnutridos y enfermos.
En Acteal, integrantes del Ejército han pasado frente a la población haciendo disparos al aire. El 15 de marzo, ``los soldados y policías echaron 30 tiros. Muchas mujeres, niños y ancianos salieron del campamento porque quedaron todos asustados'', denunció el concejo autónomo de Polhó.
Desde la masacre de Acteal hasta ahora, han ocurrido más de 30 muertes debido a la violencia política.
Los indígenas según la Cruz Roja Mexicana
La Cruz Roja Mexicana mantiene presencia en los campamentos a pesar de la desconfianza de la gente desde que llevó medicina caduca. Su delegado estatal en Chiapas, Cipriano Villegas Apocada, informó a la Comisión Internacional que hay ocho médicos para los 10 mil 500 desplazados.
``La Cruz Roja podría llevar agua depurada pero los desplazados no la quieren, ya que prefieren beber agua que parece ladrillo'', dijo Cipriano. Y con lógica demoledora remató: ``Los indígenas no tienen higiene personal ni en la casa, es un problema cultural''.