MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
Clave para la vida
El gemido de la chicharra impide que la maestra Ernestina concluya una oración sobre los derechos humanos de los niños. Autorizados por la señal, los alumnos de Cuarto ``D'' ya no necesitan mostrar interés por la lección. Se precipitan a dejar sus cuadernos, ansiosos de salir al recreo. Antes de que lleguen a la puerta se escucha el grito de la profesora:
-Sentados. Dije sen-ta-dos-. La orden desencadena una lluvia de protestas. Cesan en cuanto vuelve a oírse la voz de la maestra:
-¿Tienes mucha prisa?
Desconcertados por la pregunta, los niños se miran entre sí, para descubrir a quién va dirigida. Ernestina resuelve la incógnita:
-Contéstame, Velazco: ¿tienes prisa?
Joel Velazco se estremece. Confiaba en que a su profesora se le hubiera olvidado lo que le dijo esa mañana, cuando lo vio incorporarse con retraso a la fila: ``Antes de salir al recreo necesito que hablemos''. Ernestina repite la pregunta. El niño, incapaz de responder, se muerde los labios. Lo hace cuando está intranquilo o siente miedo.
``Híjole, qué gacho: otra juntita''. Esta voz anónima obliga a la maestra a olvidarse de Joel para dirigirse al grupo:
-Sí, otra y no será la última. Haremos pequeñas reuniones siempre que alguno de nosotros necesite el apoyo de los demás -la maestra percibe el fastidio de sus alumnos, pero no desiste de su objetivo-: Lo he dicho mil veces: es importante que aprendan a pensar en los demás... Braulio, ¿me estás oyendo? ¿No puedes esperar unos minutos para comerte tus nachos?
Vuelven a escucharse risas. Sólo Joel continúa en silencio y con el cuello hundido entre los hombros, como para esquivar las miradas de odio que le lanzan sus compañeros, privados del recreo por su culpa.
-Quiero oírte -insiste la maestra.
-Es que no sé qué hice... -murmura Joel, encendido de vergüenza y a punto de llorar.
La turbación de Velazco le inspira a Ernestina una profunda ternura, el deseo de ahorrarle a su alumno preferido la reprimenda y abrazarlo como lo haría con su hijo, en caso de que hubiera vivido lo suficiente para encontrarse en un salón de clase cursando el cuarto año de primaria. La profesora comprende que debe disimular sus sentimientos y adopta un tono impersonal:
--En la mañana te dije que necesitaba hablar contigo antes del recreo, pero en cuanto sonó la chicharra te levantaste volando. Se me hizo raro que de pronto tuvieras tanta prisa -la maestra hace una pausa con el fin de que Joel siga su razonamiento, después toma la lista, como si necesitara la referencia-. Desde el lunes has estado llegando tarde. ¿Qué pasa? ¿Tienes algún problema?
En vez de la respuesta de Joel, en el salón se escucha una frase anónima: ``Ay, qué aburrido. Ya vamos, tengo hambre.'' Irritada, la maestra Ernestina da tres golpes de borrador sobre el escritorio:
-No me gustan los cobardes. El que quiera decir algo que lo haga, pero en voz alta -complacida por el efecto de sus palabras, la profesora vuelve a enfocar sus baterías sobre Joel-: ¿Tus papás tienen idea de los retardos? Contéstame. ¿O quieres que los llame y se lo pregunte?
Joel sacude la cabeza y vuelve a morderse los labios, dudando entre permanecer callado o relatar los últimos sucesos familiares. Teme que si lo hace sus compañeros se burlen de su abuelo. El recuerdo del viejo, inclinado sobre la mesa del comedor, escribiendo una y otra vez los mismos cuatro números, lo emociona al punto de las lágrimas. Para impedir que broten, se aclara la garganta; pero no consigue engañar a su maestra, que le dice:
-Debes tenernos confianza. Si hablas, si nos cuentas lo que te sucede quizá podamos ayudarte. Lo hemos hecho con otros compañeros y también conmigo.
II
La maestra alude al día en que llegó tarde al salón, después de visitar la tumba de su hijo. Aquella mañana, pese al esfuerzo, no logró concentrarse en el cuaderno de ejercicios. Al fin lo cerró y se puso a contar frente al grupo cómo había sido su niño, la causa de su muerte, dónde estaba enterrado. Cuando terminó, sus alumnas la rodearon para abrazarla; los niños se concretaron a mantenerse en silencio.
Aquel día, al terminar las clases, Joel se atrevió a dejar sobre el escritorio de Ernestina la hojita donde había escrito un mensaje sin firma: ``La quiero mucho''. El gesto redobló el afecto de la maestra hacia el estudiante que le recuerda las facciones de su hijo muerto a los dos años de edad. Por eso la preocupó tanto la transformación de Joel: en una semana se había vuelto impuntual y distraído. En clase Ernestina necesitaba repetirle varias veces una explicación antes de que el niño lograra entenderla. Decidió aplicar, como en otros casos, lo que llamaba apoyo de grupo.
III
Después de mantenerse callado unos minutos, Joel confesó el motivo de sus retardos y su comportamiento desordenado:
-Mi abuelito tiene su pensión. El viernes fue a recogerla y a depositar su cheque. A la salida del banco dos tipos lo empujaron y lo tiraron en el asiento de atrás de una camioneta. Allí estaban esperándolo otros dos hombres. Mientras uno lo detenía y lo insultaba, el otro se puso a revisarle las bolsas y encontró la cartera. Allí descubrió la tarjeta del cajero automático. Mi abuelito la había usado el miércoles cuando necesitó dinero para sus medicinas, pero después se le olvidó guardarla en el cajón donde la tiene. Eso es lo malo de mi papagrande: todo se le olvida, hasta que mi abuelita se murió y a veces lo encontramos platicando con ella.
-Les sucede muchas veces a las personas mayores -dice la maestra y añade-: Cuéntanos: entonces, ¿qué paso?
-Ah, pues le pidieron su número confidencial, pero como no se los dio se enfurecieron y comenzaron a golpearlo.
-Hizo lo peor que podía hacer. En esos casos no hay que resistirse. Corre uno el riesgo de que le ocurra lo que a tu abuelo.
-No es que no quisiera darles el número -aclara Joel-: no podía recordarlo. Mi abuelo es olvidadizo. Se lo dijo a los ladrones. No le creyeron y por eso lo golpearon bien fuerte, con todo y que él está viejito.
-Qué horror. ¿Cómo es posible que hayamos llegado a tanta bajeza? -la maestra Ernestina escucha el suspiro de Joel-. ¿Lastimaron mucho a tu abuelo?
-Sí. Tiene una herida en la frente, otra en la boca y bastantes moretones. Mi abuelito piensa que lo habrían matado si no les hubiera dicho a los tipos su número confidencial. ¡Se acordó! Yo no sé cómo, pero se acordó -precisa, orgulloso, Joel-. Luego entraron en dos cajeros y sacaron todo lo que mi abuelo tenía ahorrado para sus medicinas: cuatro mil pesos. No le hace: lo bueno es que no lo mataron.
-Me imagino que el pobre ya hasta tendrá miedo de salir a la calle -asegura Ernestina.
-No: sigue gustándole. Cuando no sale, piensa que ya lo enterramos. Ahora el problema es que mis papás no quieren dejarlo salir: temen que otros ladrones lo sorprendan y que mi abuelo no recuerde su número confidencial. Por eso he estado llegando tarde: cuando mis padres se van a trabajar me quedo con mi abuelo y lo hago que estudie un ratito su número confidencial para que se lo aprenda y pueda salir a la calle. Quién sabe cuándo será: a mi abuelito no se le pega nada. Como él dice, tiene cabeza de teflón.