Bárbara Jacobs
Comunicarse

Creo que tengo problemas de comunicación. Alguna vez atribuí mi tendencia a guardar silencio a un accidente que tuve de niña, en el que perdí los primeros dientes. Cuando abría la boca me tachaban de chimuela, y cuando hablaba de tartamuda, lo cual, debe comprenderse, no me gustaba nada. Eso se fue corrigiendo por fuerza de las circunstancias, pero sólo de modo superficial. Hablaba, porque ni modo; pero únicamente en silencio y meditabunda recuperaba mi seguridad. De hecho, mi condición me llevó al psicoanálisis, y en la primera sesión no articulé otra frase que ``no puedo hablar''. Tenía 16 años.

Bueno, digamos que escribía; pero es sabido que esto no hace sino encerrar más en sí mismo al que lo practica. En aquellos tiempos no publicaba, y por tanto no podía ni siquiera imaginar que me comunicaba con el anhelado lector desconocido. No fue sino muchos años después, y debido a una amenaza que enfrenté de perder la voz, cuando tomé la decisión de hablar para comunicarme, independientemente de que ya me constara que lo conseguía, aquí y allá, con los lectores a los que, no por pocos y desconocidos, negaría que en última instancia les debo la voz.

Con frecuencia me sucede estar conversando con un interlocutor que, justo cuando voy a llegar al meollo de lo que tengo que decir, se levanta de la silla frente a mí y se va, o mira el reloj, o recuerda que debe hacer una llamada. Es probable que si en respuesta a eso yo me calle, mi reacción se interprete como una susceptibilidad exasperante y desproporcionada; pero me pregunto si no será posible, además, que a nadie le interese lo que yo pueda decir.

El hecho es que mis problemas de comunicación subsisten, al grado de que me veo en la necesidad de analizarlos antes de tener que optar por la reclusión y el silencio definitivos. Es que, por otra parte, tengo tan bellos recuerdos de comunicaciones sin palabras que la tentación de propiciar y cultivar esa posibilidad contra la otra es muy atractiva.

Hace tiempo, una mañana en Masaya, Nicaragua, Julio Cortázar se sentó solo sobre una tarima en un extremo de una feria o mercado mientras, en el otro, Augusto Monterroso, Claribel Alegría, Bud Flakoll, Lisandro Chávez Alfaro y yo conversábamos, y la mujer de Cortázar, Carol Dunlop, tomaba fotos a unos niños que jugaban por allí. El espacio en el que eso ocurría no era muy extenso, y recuerdo que no había mayor movimiento, ya fuera porque la feria hubiera acabado o, si no era feria sino mercado, porque los marchantes hubieran levantado hacía rato sus puestos. La cosa es que nos veo a nosotros acá y a Julio allá, y sé que, pese a la distancia que nos separaba a unos de otros, todos nos estábamos comunicando.

En un momento dado, justo cuando Carol se nos reunía, Cortázar abandonó su soledad y se encaminó hacia el resto del grupo. Y una vez con nosotros, alargó las manos, con las palmas hacia arriba, y a Claribel, Carol y a mí nos dio a escoger a cada una uno de tres collares de artesanía que nos estaba regalando. Ese momento marca para mí uno de los de mayor comunicación con Cortázar, cuando nos dijimos más, sin decirnos nada.

En cambio, de cuántas reuniones me alejo con la sensación de no haber logrado comunicarme con los demás, no tanto porque me quitaran la palabra y yo gustosa regresara al silencio, como porque, hubiera dicho lo que hubiera dicho, la naturaleza de la respuesta o no respuesta de mi interlocutor me habría demostrado que mi intervención había equivalido a no haber dicho nada.

Sin embargo, no he dejado de hacer esfuerzos por comunicarme, y en ese sentido la peor experiencia por la que recuerdo haber pasado fue ante una editora neoyorquina que llegó a México para presentar una antología de poetas mexicanos y una colección de cuentos para niños escritos por autores mexicanos, ambas traducidas al inglés. Ni poeta ni cuentista para niños, mi presencia en ese acto era desinteresada. Una traductora y crítica estadunidense, amiga común de la editora y mía, me había citado allí, y fue quien me pidió que conversara con la editora, que quería conocerme.

Habrá querido conocerme, pero no respondió a uno solo de mis intentos de conversación o, mejor aún, de comunicación. Sonreí, me presenté, le pregunté, le dije, le comenté: pero a todo esto ella permaneció impávida y en silencio. No dio muestras de haberme oído ni apreciado; bueno, ni de haberse interesado en nada de lo que yo hubiera podido expresar. Su actitud me hizo sentir tan incapaz de comunicarme que dudé de mí misma. En el momento en que me pellizqué para saber si estaba despierta, ella bostezó, dio la vuelta y se fue.

¿Qué es lo que me sucede? Cuando daba clases y de pronto era presa de mi urgencia de callarme y ausentarme, solía pedir a los alumnos, inclusive universitarios, que se pusieran a escribir: qué estaban leyendo, qué habían soñado, con tal de no exponerme a que me vieran enmudecer y paralizarme, como si no existiera. Y, a todo esto, ¿existo?