El linchamiento de dos individuos perpetrado en la madrugada de ayer en Huejutla, estado de Hidalgo, es un episodio vergonzoso e inadmisible en el cual se vulneraron los derechos elementales de las víctimas y se quebrantó la legalidad. Más grave aún es que sucesos de esta clase ponen en entredicho la civilidad y la convivencia de la sociedad en su conjunto y revelan profundas fracturas en el tejido social y en los valores sociales.
Más allá de la presunta culpabilidad de los linchados, e independientemente de la patente impotencia a que se vieron reducidas las autoridades, encabezadas por el gobernador de la entidad, quien presenció los hechos referidos, es claro que la justicia por propia mano y la lógica de Fuenteovejuna no deben tener ningún margen en una sociedad que se pretende civilizada y que se ha dotado de instrumentos legales, judiciales y policiales para investigar y sancionar la comisión de delitos.
Por otra parte, ha de admitirse que episodios como el ocurrido en Huejutla no son excepcionales en el territorio nacional: hace no mucho, en Apan, Hidalgo, dos presuntos ladrones de automóviles fueron salvajemente golpeados por una turba, y estuvieron a punto de correr la misma suerte que las víctimas de ayer; el hecho fue objeto de amplia cobertura en la prensa nacional. Linchamientos semejantes han tenido lugar también en diversos puntos de Guerrero, Morelos y otras entidades. Ante la repetición de esta clase de violencia justiciera tumultuaria, no basta con condenar el fenómeno y adjetivar a quienes, amparados en el anonimato de las muchedumbres, deciden lesionar o dar muerte a presuntos delincuentes, al margen de todo proceso judicial y sin el menor acatamiento a las leyes y a las más elementales consideraciones morales de respeto a la vida.
Es preciso reconocer, además, que la preocupante repetición de estas acciones criminales constituye un síntoma de la descomposición y la degradación social que han generado la ineficiencia, la corrupción y las redes de complicidad e impunidad que imperan en corporaciones policiales, procuradurías y tribunales en los tres niveles de la administración pública. En efecto, cuando la sociedad sufre el embate de la delincuencia organizada a ciencia y paciencia de las instituciones que debieran velar por la seguridad y la justicia, cuando los ilícitos denunciados no dan pie a investigaciones y procesos creíbles y, peor aún, cuando los propios cuerpos policiacos encargados de perseguir el delito se combinan de manera indistinguible con la delincuencia -como es el caso del agrupamiento antisecuestros de la Policía Judicial de Morelos, por señalar sólo uno de los casos más notorios e inmediatos-, los poderes públicos agotan su credibilidad y mandan a los ciudadanos el mensaje equívoco de que la única justicia posible es la que cada quien se procure.
En esta perspectiva, la prevención de nuevos actos criminales, como el realizado ayer en Huejutla, no sólo pasa por la procuración de justicia contra los linchadores, sino también, necesa- riamente, por la moralización, el saneamiento y la corrección de ineficiencias en todos los niveles institucionales de seguridad pública y procuración e impartición de justicia. Finalmente, la sociedad y las autoridades federales, estatales y municipales deben hacer conciencia de que en lo sucedido ayer en esa localidad hidalguense las víctimas no fueron sólo los dos infortunados individuos -inocentes o culpables: nunca se sabrá y, además, no importa- que perdieron la vida, sino también la ley, la convivencia, las instituciones públicas y la solidaridad humana.