José Cueli
¡Viva quien vence!

Bien se parece, Sancho, que
eres villano y de aquellos
que dicen: ¡Viva quien vence!

Murió Camacho el rico, y más sonados fueron sus funerales que sus bodas. Plañen las viejas, hipan las mozas, cesan las gaitas, campanas doblan en muchas leguas a la redonda. Vienen de lejos los labriegos, unos en trotadoras yeguas cabalgando, con luengas capas de estirados cuellos y los sombreros anchos; otros humildes, de anguarina y gorra, sobre las raíces de tardío paso. Todos solemnes, todos callados, hacia la aldea van caminando.

En los lares del difunto la comitiva forastera tiene cena y lecho dispuestos, como cumple al linaje del muerto, cual se debe a las horas del duelo. Largas mesas cubiertas con riquísimos manteles, manjares abundantes y variados a la asamblea rústica le ofrecen ollas como tinajas, calderas y sartenes encierran mil viandas. Las frituras caen en la miel salidas del aceite. Panes y quesos se alzan en muralla con las corambres de abultados vientres. Son funerales, bodas parecen.

Allí los curas, entre sorbo y sorbo y en mesa aparte y con primor servida cuchichean y cuentan lentamente por los dedos, las misas que les dejó el difunto. Fuera, parte de las del funeral de los tres días y las de cabo de año. Viente el párroco, éste 15, aquél 12,... más los dichos del entierro y los gastos para cera, ítem más los responsos suma limpia, rata por cantidad, tanto más cuanto. Y sobre el muerto y su piedad platican diez, 20, 100, 200 misas. Oremos, rezan, Gandeamus trincan.

Criados y pastores y mendigos toman parte en el duelo. Allá a sus anchas, los mozos de labor en la cocina, gulusmean, engullen, prueban, cantan, parten los panes, cortan los torreznos; las carnes trinchan y los cueros sangran, celebran las exequias los pastores juntos en la majada y en redor de la hoguera donde humea la suculenta caldereta, yantan. Mendigos en tropel de los contornos rondan ansiosos la mortuoria casa y del festín los relieves dispútanse a empellones y puñaladas. Todos ahítos llenan la panza, todos se afligen por la desgracia. ¡Dios en el cielo tenga su alma!

Entre los brazos de su fiel Quitería que al muerto le burlo, Basilio el pobre no acierta a refrenar el cruel contento que su aún celoso corazón esconde. Y mientras Sancho traga a dos carillos y menudea tientos a las odres, riendo amarga, serena, noble, surge la sombra de Don Quijote.

Don Quijote que observa a Sancho, quien acaba de ser obsequiado para su almuerzo con varias aves entre el humo oloroso de las viandas que prometen para la comida nupcial mucho más, se regocije humanamente de que la novia haya sido quien pueda obsequiar a los demás opíparamente.

Palabras en las que lo distintivo no es la inteligencia, en su función de ver, sino en su función de sentir y por gracia de esta sensibilización refinada, vibra en la voz cervantina, el despertar en nosotros el eco de una ternura tan extravagante y la mayor nobleza.