El pasado 8 de marzo se celebró el Día Internacional de la Mujer. Uno de los temas que ocupa un sitio central en la discusión contemporánea sobre la situación de la mujer se refiere a la salud. Hasta hace poco, la agenda sobre este tema se limitaba a la reproducción y a los padecimientos que afectan a las mujeres. Hoy, en cambio, se ha ampliado sustancialmente para abarcar todas las implicaciones que la cambiante condición de la mujer tiene para la salud.
Uno de las dimensiones cruciales de este cambio ha sido la creciente participación femenina en la fuerza laboral. Si en 1970 las mujeres representaban apenas la quinta parte de la población económicamente activa (PEA), hoy constituyen la tercera parte. De hecho, su participación laboral ha crecido más rápidamente que la de los hombres: según datos del Centro Latinoamericano de Demografía, entre 1970 y 1990 la PEA femenina creció 261 por ciento en México (una de las cifras más altas de la región), mientras que la masculina aumentó 104 por ciento.
Lograr que la participación laboral de la mujer sea productiva y equitativa no sólo exige niveles adecuados de salud, sino que también demanda repensar todas las instituciones sociales, especialmente aquéllas que atañen a la familia. Por ejemplo, los calendarios escolares se establecieron suponiendo que habría una mujer en la casa para cuidar de los niños en las tardes o durante los largos periodos vacacionales. Igualmente, los horarios de los centros de salud están, en su mayor parte, estructurados para sociedades donde las mujeres no trabajan fuera del hogar y pueden, por lo tanto, acudir ahí durante las mañanas. Más aún, las instituciones de salud han contado, como apoyo, con una vasta producción doméstica de servicios casi siempre a cargo de mujeres que cuidan de los enfermos en la casa, además de ser los principales agentes encargados de la alimentación, la higiene y la información sobre salud.
Es claro que una sociedad donde la mujer participa cada vez más activamente en el mercado de trabajo --como es el caso de México-- no puede seguir sosteniendo a sus instituciones de bienestar social bajo el viejo modelo. Además de los cambios en la organización de escuelas, centros de salud e instituciones similares, será necesario ampliar las oportunidades para el cuidado de los hijos que permitan a las mujeres ser más productivas. Aquí hay un enorme reto para las instituciones de seguridad y asistencia social.
Como para subrayar aún más la importancia de la relación mujer-salud, sucede que, de hecho, la atención médica es uno de los sectores donde la participación laboral de las mujeres es cada vez mayor. Además del caso tradicional de la enfermería, la medicina se está volviendo rápidamente una profesión con predominio de mujeres. Esta ``feminización'' de la fuerza laboral en salud representa una transformación social profunda. Según datos de la Encuesta Nacional de Empleo Médico de 1993, mientras que en las generaciones que estudiaron antes de 1970 las mujeres representaban solamente 15 por ciento del total de los médicos, entre las generaciones que estudiaron después de 1980 las médicas ya son mayoría, con 51 por ciento del total.
Sin embargo, esta igualdad de oportunidades educacionales no se ha traducido en una igualdad de oportunidades ocupacionales. Así, las mujeres médicas tienden a trabajar menos horas y a ganar menos dinero que sus colegas varones. Lo peor es que el desempleo médico --un severo problema en México-- es cuatro veces más frecuente entre las mujeres que entre los hombres. Resolver este problema requerirá de políticas innovadoras para que se alcance una auténtica igualdad de género en el ámbito laboral.
Como puede verse, la agenda sobre mujer y salud va más allá de las especiales necesidades de salud de este grupo, para analizar la forma en que las instituciones de bienestar social deben ser rediseñadas a fin de contribuir más efectivamente al desarrollo integral de las mujeres. Alcanzar este desarrollo constituye, hoy y aquí, una de nuestras más sensibles asignaturas pendientes.