Será que estamos en el centenario de la confrontación hispano-estadunidense de 1898, año en el que Camila vino al mundo. Ahora ocurren cosas en la relación de Estados Unidos con lo que fue, entonces, su botín de guerra: Cuba y Puerto Rico. Se suaviza el embargo contra la primera y se debate en el Capitolio la puesta a votación del estatuto del segundo.
Cuba nunca aceptó del todo el control de Washington y escapó de él hace cuatro décadas. La población puertorriqueña acató, en forma mayoritaria, la tutela del Capitolio. Hoy, las circunstancias de las dos naciones son contrastadas: una es integrante sui generis y marginal de la mayor potencia política, económica y militar del mundo; la otra lleva toda una vida de acoso por parte de esa misma potencia. Sobre esas diferencias, el instrumental analítico basado en la canción de protesta ha tejido una doble iconografía que aún sigue vigente en algunas mentes y algunos discursos de América Latina: Cuba como ``faro de libertad'' y ejemplo moral para el subcontinente, Puerto Rico como vergüenza regional y cultural o como tragedia de la identidad y la conciencia latinoamericanas. Si uno atraviesa esa Nablus Road de la guerra fría ideológica y se para en la otra acera, la simbología del vecino es la misma, pero invertida: una nación con graves carencias y alternativamente convulsionada o sometida a largas dictaduras de distinto signo, y otra que, grosso modo, ha vivido en paz, prosperidad y hasta democracia.
Pero si uno quisiera prescindir de los enfoques del Granma o de La Voz de América y entender algo, tendría que buscar, además, las similitudes que, después de este siglo de historias contrastadas, persisten entre Cuba y Puerto Rico.
No se trata sólo de la condición insular y caribeña de ambas naciones, de la producción de ron y de un hablar semejante. Hay que reparar, también, en el hecho de que tanto el conglomerado puertorriqueño como el cubano han pasado la mayor parte de su historia en situación de subordinación. Puerto Rico dependió de España, pasó a depender de Estados Unidos y en ésas sigue. Cuba pasó por lo mismo, pero en la segunda mitad de este siglo optó por depender de la URSS, aunque, por suerte, sin llegar a convertirse en ``república soviética asociada''. Sin embargo, en términos de recepción de subsidio económico, las relaciones entre San Juan y Washington y La Habana y Moscú fueron especialmente simétricas entre 1960 y 1990.
Desde la muerte de la Unión Soviética, la independencia absoluta ha sido, para los cubanos, una dolorosa orfandad y una indefensión que Fidel Castro no ha dudado en comparar, en forma harto ominosa, con la de Numancia. Al final de este periodo negro pueden sobrevenir una decorosa y digna inserción en el mercado mundial (es decir, el paso de la dependencia deficitaria a la interdependencia sustentable) y un aterrizaje suave en las pistas de la democracia parlamentaria, o bien un derramamiento de sangre. Ello depende tanto de la lucidez y el margen de maniobra de que aún disponga la dirigencia cubana como de que Washington sea capaz de olvidar las humillaciones históricas a que su arrogancia imperial fue sometida por la Revolución Cubana.
No puede negarse que en su mayoría los cubanos optaron por una vida nacional épica, y que al hacerlo ejercieron un legítimo derecho. En la misma lógica, habría que reconocer el derecho de los puertorriqueños que, en su gran mayoría, prefirieron la calma de los supermercados. Dicho sea con todo respeto a la memoria de Pedro Albizu Campos, la independencia nacional es una idea más impopular que nunca en el Puerto Rico de final de milenio.
Finalmente, más allá de lamentaciones o repudios, la situación actual puertorriqueña constituye una referencia inquietante, pero indispensable, para hurgar en la crisis del Estado nación. Por ejemplo: ¿El ejercicio de la autodeterminación incluye la determinación de perderla? ¿Por qué algo que es sin lugar a dudas una nación se niega sistemáticamente a conformar un Estado? Y, así como Canadá o Estados Unidos someten a consulta la independencia de Quebec y Puerto Rico, ¿permitiría un Estado independiente la realización de un referéndum anexionista? ¿O es es justamente lo que ocurrió en los países cuyos gobiernos firmaron el Tratado de Maastricht?