Esa patochada no vale para el gobierno de una nación. La actividad que resume la obligación del gobierno ¡oh sabio y olvidado Perogrullo!, es gobernar (sea cual sea el partido gobernante): tomar decisiones; para eso designamos, por los procedimientos legales, a los gobernantes.
Gobernar no es poner de acuerdo a todo mundo acerca de las decisiones que deben ser tomadas; ello implicaría la parálisis del país. Los acuerdos universales no existen. Aún intentar gobernar por consenso de la sociedad es una insensatez.
La sociedad es conflicto y contradicción por definición. No es posible dar gusto a todo mundo al tomar decisiones de Estado. Las decisiones políticas implican síntesis que dejan más o menos satisfechos o insatisfechos a los actores involucrados en los conflictos.
Si, por ejemplo, usted aumenta los precios de los productos agrícolas, deprimirá los salarios urbanos; si aumenta ambos, reducirá las ganancias de las empresas en épocas de crecimiento acelerado de las carteras vencidas de los bancos. Acaso le ocurra a usted que precios agrícolas, salarios urbanos y ganancias aumenten todos, empujando así la espiral inflacionaria y cancelando por esta vía los aumentos a precios agrícolas y salarios, y tal vez aumentado o conservando el nivel de ganancias reales de las empresas (hay otras soluciones, pero no es mi tema de hoy).
Siempre es necesario encontrar soluciones intermedias, decisiones síntesis que mantengan el precario equilibrio en que consiste en todo tiempo la vida social.
Cualquier partido gobernante ha de gobernar con la ley, con el programa que lo llevó al gobierno, con los consensos que requiere construir entre los partidos políticos para dar solución a un diversos asuntos de la sociedad, como es, entre muchos otros, adaptar las leyes a los cambios del mundo.
En condiciones excepcionales, consensos específicos requieren ser construidos con los actores involucrados en los conflictos. Este es el caso de la venturosa irrupción del EZLN en enero de 1994, en la forma desmesurada de una declaración de guerra al ejército mexicano y una delirante invitación a derrocar al gobierno. Su potente planteamiento conmovió hasta los cimientos a la sociedad, señalando con índice enérgico las infrahumanas condiciones de vida en que en forma continuada han no vivido sino muerto las comunidades indígenas.
Pero la enormemente meritoria intervención del EZLN se dio en un contexto político concreto, en un momento de franco deterioro del régimen largamente dominante, en una época en que los demás partidos han visto la posibilidad de despedir al PRI de Palacio Nacional. El EZ se sumó. Su dignísimo reclamo respecto a las comunidades indígenas fue convertido por los propios guerrilleros de un día, en un arma política de oposición al PRI: las comunidades pasaron a ser así el telón de fondo del patético protagonismo de Marcos.
Pero el gobierno también jugó lo suyo. Las torpezas cometidas por el EZ, que lo habían desalojado de la escena pública, quisieron ser aprovechadas por el gobierno para arrojarlo al basurero del olvido, por la vía de una inacción total de quienes tenían la obligación de gobernar, de generar soluciones. De esta inacción lo sacó intempestivamente el crimen de Acteal.
Toca ahora el turno del Congreso. De aquí debe ser eliminado todo ánimo medroso y pusilánime, para abrirse a todos los miradores. ``La iniciativa presidencial sobre derechos indígenas'', publicada por Arnaldo Córdova el pasado domingo en unomásuno, es una contribución oportuna contra las aprensiones pueblerinas.
Ha de reformarse la Constitución Política y las de los estados, y promoverse las leyes reglamentarias adecuadas a las particularidades de las comunidades que habitan en el país, siempre contando con el consenso de las comunidades. El peso político de la Declaración de Oaxaca del pasado domingo, de 21 comisiones de asuntos indígenas proveniente de igual número de congresos estatales, aporta una puerta más que involucra a todos los actores a través de sus representantes parlamentarios.
El gobierno, gobernando, debe también dar solución política y legal específica a otro asunto de tenor y dimensión distintos pero sumamente ruidoso: el silencio pertinaz del EZLN.