El impacto contundente que han tenido los avances tecnológicos dentro de las sociedades contemporáneas logró, para bien o para mal, la transformación de los estándares tradicionales de producción, pero también de las relaciones interpersonales que regulaban la vida colectiva, de tal manera que de pronto las ciencias sociales parecieron quedarse sin categorías para poder explicar esa realidad que les compete. Es decir, los marcos explicativos que servían como referentes a dichos cuerpos de conocimientos comenzaron a quedarse vacíos, y las catego-rías de análisis que los sustentaban se desgastaron demasiado pronto. De ahí que el replanteamiento del papel que deben jugar las humanidades ante el nuevo milenio sea fundamental en aras de su mantenimiento como punto de apoyo para la cultura.
No es fortuito, pues, que la marcada tendencia positivista que mostraron las disciplinas sociales en el último siglo, atrapadas por el afán de consolidarse como ciencias, hubiese neutralizado la fertilidad de vastos campos de desarrollo por el simple hecho de pensar que éstos quedaban fuera de los límites impuestos por diferentes procederes denominados científicos. Así, la ignominia que se les adjudicó a diversas áreas de conocimiento (que versaron sobre el estudio del espacio, pasando por el de la intersubjetividad, sin dejar de mencionar el de la vida cotidiana) hizo ver pronto que al interior de las disciplinas sociales también se fue marcando una abrumadora y sorprendente línea que trató de segregar y minimizar perspectivas de análisis sumamente enriquecedoras, no sólo por sus aportaciones sino por su carácter innovador, que trataron de brindar el sustento necesario para lograr mayor alcance y ampliar los niveles explicativos en los cuales, por muchos años, se estancaron y, en consecuencia lógica, entraron en crisis. Es decir, por mirar hormigas, dejaron de ver el bosque.
Antes que nada, es necesario entender que las perspectivas de análisis predominantes dan por sentado que el mundo, tal como suena, está hecho de dicotomías (amor-odio; alegría-tristeza; blanco-negro; etcétera), por no darse cuenta que si se les mira como continuos se puede profundizar en el análisis (sobre todo porque entre la libertad y la esclavitud está la rebelión; entre la negación y la aceptación, el argumento; entre lo conocido y lo desconocido, lo extraño, y así sucesivamente).
Ante esa precariedad de origen, puede verse también que el transcurrir de la realidad cotidiana se encuentra determinado por una serie de sucesos impresionantes que no pueden llegar a ser determinados ni siquiera por el más complejo sistema de ecuaciones; en todo caso, las políticas de control social serían perfectas, pero todo parece indicar que no es así. Y todo por no detenerse a pensar que la verdad es construida socialmente y es sólo una de las facetas de la armonía en forma de conciencia colectiva.
Es cierto, la vida cotidiana transcurre en una serie sucesiva de repeticiones (lo que podríamos llamar inercia), pero no por ello se puede afirmar que dentro de las ciencias sociales existan modelos de predicción, del comportamiento incluso, con altos grados de confiabilidad y validez, tomando en cuenta que la realidad social, es impredictiblemente cambiante.
Si caos define un comportamiento no periódico, digamos entonces que la vida cotidiana está llena de un indescriptible conjunto de acontecimientos caóticos, pero también de otro en el que reina el orden. No obstante, debemos entender que el plano dentro del cual se encuentra la comprensión de todos los universos posibles, en tanto que se regulan a través de orden y caos, es la complejidad. Y entender esto nos lleva entonces a reconocer que tanto la borrosidad y la vaguedad (como categorías de análisis) deben tener el justo lugar dentro de las disciplinas sociales, porque si las situaciones no fueran complejas por naturaleza, no habría nada qué pensarles y todo el mundo las entendería.