La mejor manera de recordar a un hombre es valorar su acción en el contexto en el que tuvo que desempeñarse; más, si su historia personal está íntimamente ligada con la de la nación toda. Ese es justamente el caso de Juárez.
Consumada la Guerra de Independencia, de altísimo costo social, económico y político, México carecía de las instituciones que le permitieran transitar del mundo colonial al que la independencia le ofrecía y exigía.
Las instituciones coloniales sin razón ni sentido frente a una nación transformada, las finanzas públicas inexistentes, los grupos de poder enfrentados en el espacio caciquil, los fueros y privilegios ejercidos sin recato, la sociedad tremendamente atrasada, los ambiciosos ojos de los imperios esperando el momento de hacerse nuevamente con la riqueza de esa utopía llamada México.
Con todo y que hemos vivido etapas complejas es difícil encontrar una tan ardua como la que vivimos desde 1830 hasta la derrota del imperio y la Restauración de la República. Quizá por ese estado de zozobra generalizado, es que no se veía más salida que la que ofrecía el dictador Santa Anna.
Es a Juárez y a su generación a quienes toca la nada fácil tarea de edificar las instituciones que le permitirían al país, no sólo salir de la postración, sino lograr dos cosas: construir los cimientos de la nueva nación y entender que el mundo había cambiado para colocar a México en la nueva posibilidad de obtener de ello los beneficios que se convirtieran en el nuevo rostro nacional, más justo y equitativo.
Quizá por la dualidad de su personalidad, de esencia indígena y de clara comprensión de la modernidad, Juárez no renunció ni a lo uno ni a lo otro, asumiendo a la síntesis como el sustento de mejores espacios de futuro. Nunca propuso olvidar los 300 años de dominio colonial, mucho menos el mestizaje que era la base de la nueva nación, ni tampoco pretendió conformar una igualdad artificial excluyente y carente de contenido histórico.
Las instituciones liberales que desde entonces se dibujan y que, poco a poco, hemos ido perfeccionando, son sin duda el mayor de sus legados, como lo es su intransigente respeto por dichas instituciones; a pesar de que una tradición autoritaria y socialmente aceptadas hubiera facilitado el nacimiento de un nuevo caudillo, Juárez nunca pretendió edificarlo.
Nada por encima de las instituciones, ni las ambiciones personales, ni la fortaleza de grupo, ni mucho menos los arreglos bajunos de miras cortas. Si las instituciones han dejado de funcionar cambiémoslas; si los liderazgos ya no corresponden con lo que tienen que motivar, renovémoslos; si las razones han dejado de representar los intereses colectivos, nutrámoslas, pero siempre teniendo como medio y como fin a las propias instituciones. Es el Juárez de las instituciones el que mejor expresa nuestra permanente búsqueda: la de construir sin destruir, la de construir entre todos; la de reconocernos en la diversidad y hacer de ella vigorosa síntesis, como fue el propio Juárez, como es ahora la nación.
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