En la piel de la Plaza México, ese viejo coso encantado, aún parece palpitar con ritmo del tiempo de Manolete, el reverso de su ruedo. Detrás de él se esconden estrechas y retorcidas y enlazadas, verónicas, y chicuelinas de la afiligranada fantasía mexicana que duerme el eterno sueño de las leyendas lejanas de Lorenzo Garza y Silverio Pérez y El Calesero. La época de Armillita y Carlos Arruza, maestros en la lidia aquí y en España.
Reverso del ruedo empinado y angosto, silencioso y cincuentón, de rincones oscuros y siniestros, de paredes sicológicas tan justas que sólo dejan ver jirones del cielo azul mexicano y en el errar aborregado de sus nubes, líricamente luminoso que alumbró el toreo de la mitad de este siglo y llenó de emociones a los aficionados con desconocidos ritmos de alegría y pasión y la mágica armonía de la luz y el color que le dejó Manolo Martínez, el ídolo indiscutible del inmueble.
Embrujador encanto de la Plaza México que guarda celoso su ruedo. El espíritu de los tiempos pasados y presentes aprisionado en la espalda de su arena que hacen surgir por las noches medrosos contornos fantasmales, evocadores del caminar único a los toros de Manzanares, la hondura de Paco Camino, la locura de El Cordobés, la elegancia aristocrática de Antonio Ordóñez y en la temporada que terminó la sequedad castellana de Joselito o el ondular de palmeras de Enrique Ponce y la bravura de El Zotoluco, que en medio de todo ello las broncas inenarrables del gitano Rafael de Paula.
Este viejo y silencioso ruedo marcado por las huellas de miles de pezuñas de toros y el correr de las mulillas al arrastrarlos a la carnicería, forjadoras de la cálida imaginación de los cabales y que este domingo sin toros, aparecen y que el tiempo y las imágenes incluidas las dos reales envolvieron en hechizados ropajes de olés, encanto y tradición.
En la quietud bruja de la noche, que recibe la Primavera ilumina la espalda del ruedo con claridad de poesía y misterio y conserva inasibles e inatrapables los amores de los toreros y los que se dieron en los tendidos en los aficionados, enlazados a los capotes brujos. Ante la magia hechicera de tantas horas de leyenda, el ser parece despojarse de los lazos y las imágenes modernas televisivas de la vida actual y en su lugar cree ajustarse a los romances y lírica torera que quizá existieron o sólo fueron fantasías.
Viven a la luz del ruedo mientras el viejo reloj lejano en las alturas mueve las manecillas, lento y grave y dice al espíritu consejas de hechicería y misterio y teje la historia del coso con hilos encantados, incluidas las cornadas y muertes y el correr de sangre que le dio brillante color alumbradora.
En el ruedo, el tiempo parece dormido bajo el peso de los que se quedaron en su orilla, a pesar de faenas espléndidas de los hijos de los grandes --Capetillo, Solórzano, Caleseros-- y nunca llegaron a la cima, pero palpitan en sus rincones, en su cueva esmaltada de claveles arrojados por el mujerío. El espíritu del toreo renace en los domingos sin toros, con todo el esplendor y poesía en el reverso de su perceptivo ruedo que se queda, se quedó encantado con la lírica del toreo.