Hermann Bellinghausen
Seco

El garrotazo fue en la nuca, y la patada en la fosa iliaca derecha, pero se dejó ir al frente y no en la dirección que llevaba el impulso que le vino encima, en forma de hombre y con la intención de un asesino, desde lo alto de la última plataforma. Pero la oscuridad era tremenda, y así como Velasco no veía, su atacante tampoco.

Había saltado sobre Velasco una fracción de segundo después de lo debido (y es que no es lo mismo ver un cuerpo que la sombra de su silueta), así que el atacante no atinó donde pretendía. Los golpes, aunque golpes y de los fuertes, sisearon como proyectiles que rozan una piedra.

Velasco se dobló hacia adelante y cayó de rodillas y manos sobre la arena, mientras el desafortunado Clavillazo (el agresor resultó ser el viejo conocido Clavillazo, el jefe de los cinco tarados) volaba por los aires y caía al borde de una barranca que corría a la izquierda y que ninguno de los dos había percibido aún..

Alcanzó a verle de reojo las manos crispadas apretando la arena en un vano agarrarse y un brillo en la blanca dentadura de su pánico. Lo oyó gritar en orden las cinco vocales, aunque la ``u'' ya fue sólo un quejido que chocaba al fondo.

* * *

Hay golpes que despiertan, y Velasco, serían el cansancio, el hambre con sed o la incertidumbre aplastante, la mera verdad ya se andaba apendejando.

Así suene duro decirlo, le vino bien el seco porque ahora, sentado en la arena, de espaldas al tren, vislumbra la que seria su nueva composición de lugar.

Por eso Fernando y sus secuaces bajaron a explorar por el otro lado, porque de este corre el vacío. Sólo Clavillazo no alcanzó a enterarse, y así le fue.

Sonia le sigue gritando, pero como es de esperar, no se atreve a bajar del vagón morado y nada más agita el cofre de joyas apretado al pecho, sin decidirse.

Se oyen voces. La de Fernando, autoritaria, primero. Un par de bofetadas. Cartuchos que cortan. Desaparecida Sonia del estribo, asoma un escolta y echa luz de linterna para iluminar el vacío de la barranca y el borde que corre junto al tren.

Velasco rueda a la izquierda y se escabulle bajo la plataforma, en lo que se-rían rieles y durmientes si la arena de la tormenta no los hubiera cubierto.

El haz sordo de la linterna del escolta baila unos segundos ante Velasco, maravillado de salvarse otra vez.

-No hay nadie -dice el escolta, sin molestarse en descender, para qué, si es un precipicio. Supone que el idiota al que llamaba Sonia, fuese quien fuera, se habrá ido al fondo.

Velasco nada en la arena. Seco, más seco que un trapo exprimido, siente la humedad de un hilillo de sangre que le rodea el cuello desde la nuca y gotea. Experimenta un gusto animal, como si le agradara comprobar que le queda sangre.

Uno quisiera conocer sus pensamientos, pero sería mucho concederle suponer que los tenga. Que se dé de santos de seguir vivo.

En algún momento muere el fanal de la locomotora. La oscuridad es absoluta.

Y no lo creerán ustedes, pero de pronto escucha el trinar de pájaros de cuando va a amanecer. Si Velasco no se apura, puede encontrarse a la luz del día en serios problemas.

``¡Ja!'', piensa él, apercibido. Como si los golpes y los líos, sus constantes compañeros de viaje, no fueran desde el principio serios problemas.

Se sigue arrastrando. Unos goterones de grasa que tienta en la arena, y el calor sofocante, metálico, le avisan que ya está bajo la locomotora, y que llegó el momento. ¿El momento de qué? De beber algo, agua por lo menos.