La Jornada lunes 23 de marzo de 1998

ASTILLERO Ť Julio Hernández López

Con los tiempos políticos adelantados, los tres principales partidos del país han comenzado a recomponerse de cara a los comicios presidenciales del año 2000.

La reivindicación izquierdista del PRD

Por un lado han estado los perredistas en su congreso nacional, definiéndose como partido de izquierda y cerrando el camino a las candidaturas externas cuyo claro oportunismo pudiese mostrar al partido del sol azteca como la reedición actualizada del PRI.

El PRD, conviene recordarlo, es heredero de tradiciones y cuadros políticos provenientes de partidos como el Comunista y el Socialista Unificado de México, y de diversas corrientes y agrupaciones para cuyo entendimiento y seguimiento se requiere verdadera maestría.

Conducida por una clase política desprendida de la cúpula priísta, esa franja de genuina izquierda se ha ido diluyendo entre alianzas, coyunturas y sacrificios tácticos. No son ellos, sin embargo, los destinatarios de la rehabilitación perredista del concepto de izquierda sino, otra vez, los segmentos del priísmo que ya no encuentran caminos ni expectativas en su actual partido y han comenzado a tender la vista hacia el horizonte de los colores negro y amarillo.

La restauración del concepto de izquierda no busca la exhumación de las piezas clásicas del comunismo o el socialismo, sino la constitución de un santo y seña entre priístas, clasificando a unos como tecnócratas, antinacionalistas, entreguistas, dañinos a la soberanía y a la justicia social (es decir, derechistas, por tanto no aceptables como candidatos externos) y los priístas progresistas, de pensamiento avanzado, políticos y no tecnócratas, defensores así sea verbales de la justicia social (es decir, de izquierda, por tanto aceptables).

El sordo pataleo interno del panismo

Por otro lado, los panistas han realizado también una asamblea nacional y, allí, han renovado su consejo nacional y dejado sentadas las bases de su contienda interna para postular candidato presidencial y para establecer la plataforma ideológica de los procesos electorales venideros.

Los panistas se han instalado ya en la discusión de su futuro desde una perspectiva de auténticas posibilidades de acceso al poder. Durante años han desarrollado una estrategia en la que han ido cuidando el tejido del sistema político vigente bajo la convicción de que tarde que temprano les tocará a ellos recibirlo y operarlo.

El daño al sistema que una visión inmediatista recomendaría como mecanismo ganador de votos, habría sido evadido en aras de preservar lo mejor posible una maquinaria fatalmente destinada a tener conductores blanquiazules. En ese camino han trabado alianzas con el gobierno y su partido, pero no sólo para esa tarea de mantenimiento de condiciones de la gobernabilidad futura sino, además, para cerrar el paso a la opción que consideran totalmente inaceptable, que es la de la ``izquierda'' perredista.

Hoy, los panistas consideran llegado el momento de pelear el poder real. Ya no sólo las gubernaturas pioneras, como las de Baja California con Ernesto Ruffo y de Chihuahua con Francisco Barrio, sino, ya en serio, la propia Presidencia de la República. Para ello tienen precandidatos suficientes: Vicente Fox, en desbordado proselitismo (¿de verdad podría ser presidente de México quien fanfarronea de que en quince minutos podría haber arreglado la guerra de Chiapas?), Diego Fernández de Cevallos (enredado cada vez más en asuntos sombríos que no puede aclarar sólo con elevar el volumen de su oratoria superficial), el gobernador Barrio que está por terminar su sexenio, el dirigente nacional Felipe Calderón, y algunos más como el propio Carlos Medina Plascencia, actual coordinador de los diputados federales panistas.

En el PRI: experimentos tempranos

Los priístas, por su parte, realizarán su asamblea nacional en una fecha todavía no definida del presente año, tal como lo adelantó el presidente Ernesto Zedillo a los periodistas de The New York Times que lo entrevistaron semanas atrás.

La asamblea tendrá como tema central el de los rígidos requisitos estatutarios impuestos a quienes pretendan ser candidato a Presidente de la República. Tal normatividad, conocida popularmente como los candados, dejaría fuera del rejuego a importantísimos personajes del zedillismo (pensemos por lo pronto en José Angel Gurría), exhibiría peligrosamente como finalistas a unos cuantos (pensemos en Francisco Labastida) y abriría el paso a personajes indeseados (ahora pensemos en Manuel Bartlett) para un Presidente de la República que ha decidido reasumir su condición como jefe priísta, una de cuyas facultades es la de nombrar al candidato a sucederlo.

Por todas las razones anteriores, es altamente probable (por no decir que está totalmente decidido, tal como lo comentan en privado algunos personajes del primer nivel palaciego) que los tales candados sean sometidos a una operación de cerrajería obligada. Inclusive se ha mencionado, y aquí se ha dicho en anterior entrega, la posibilidad de botar los candados con cartuchos de dinamita, de tal manera que no sólo se abra el camino para priístas ayunos de antecedentes de representación popular sino, inclusive, para candidaturas externas, o ``ciudadanas'' (pensemos en Juan Ramón de la Fuente).

Pero, a reserva de que se convierta en realidad el deseo presidencial de destrozar los candados que le fueron impuestos en la pasada asamblea priísta (cuyos principales responsables fueron todos castigados por la impericia que mostraron en acatar la consigna imperial: Santiago Oñate, César Augusto Santiago, entre otros), es importante tomar nota del temprano experimento exitoso que el PRI desarrolló en Chihuahua y que, de avanzar en los casos en los que las condiciones locales permitan aplicarlo, podría ser uno de los temas importantes a discutir en la próxima asamblea: la elección abierta de candidatos a puestos de elección popular.

A pesar de la gruesa capa de escepticismo que forma la memoria de anteriores ocasiones en las que el PRI anunció y traicionó propósitos de apertura en materia de elecciones internas, en esta ocasión, en Chihuahua, se logró un notable avance. No está de más recordar que la ausencia de un gobernador priísta facilita en gran medida las cosas, y que la insistencia del precandidato perdedor, Artemio Iglesias, en acomodarse como ganador, gracias a la estructura tradicional priísta que le era favorable, promovió la autorización de un ensayo que finalmente legitimara la simpatía presidencial en favor del ganador, Patricio Martínez.

Pero aun así (y a pesar de las fundadas dudas que aportaba la presencia de Heladio Ramírez como delegado general del CEN del PRI y responsable máximo del experimento), los resultados son importantes y no deben perderse de vista: no hubo desgarramientos ni rupturas, participaron alrededor de 200 mil votantes, se tuvo plena legitimidad para el actual candidato y, según algunos reportes confiables, el PRI estaría en buenas condiciones para pelear la gubernatura perdida.

Ese experimento podría alentar al presidente Ernesto Zedillo a impulsar una mayor apertura en los procesos priístas de elección de candidatos. Desde ahora hay quienes, inclusive, aseguran que en las alturas del poder se trabaja en el diseño de escenarios que desembocasen en una elección abierta de candidato presidencial priísta.

Así van los tres principales partidos, cabalgando a galope rumbo al 2000.

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