La Jornada Semanal, 22 de marzo de 1998
Hace años, el poeta colombiano Jorge Zalamea realizó una notable versión del libro Pájaros, de Saint-John Perse. Inspirada en ese empeño, la poeta española Esperanza López Parada, autora de El tercer día, viajó al país de Perse y regresó con esta singular colección de aves.
En 1910 un joven poeta, oculto bajo el sonoro seudónimo de Saint-John Perse, recibía en su casa de las Antillas las primeras pruebas de un texto que, enviado como regalo personal a André Gide, éste se había apresurado a editar en La Nouvelle Revue Franaise. El escrito, titulado Cohorte, festejaba en largas secuencias el vuelo y las especies de los pájaros de ultramar, los pájaros exóticos de las colonias. Pero había sido compuesto sólo en calidad de diversión, por placer, ``por el gesto solamente y sin intención literaria''.
El poeta, desolado, pide entonces a su amigo que lo retire de la publicación. A cambio, él sabrá recompensarle. Y, en efecto, poco después Gide encuentra en su correo la fotografía de un árbol de la especie de las Oreodoxa -árbol de los más bellos aunque ``atormentado por la vecindad del mar''-, que Perse ha ordenado plantar y bautizar como él en una isla perdida. ``De este modo -le convence- vuestro nombre conocerá la alegría de no significar nada.''
Tendrá que pasar tiempo antes de que Saint-John Perse desempolve aquel viejo texto y, renovándolo enteramente, lo publique, acompañado esta vez con doce aguafuertes a color de Georges Braque, a los que sirve de comentario. Oiseaux aparece en París en 1962, gracias a la Société d'ditions d'art, pero ya había sido adelantado ese mismo año, por justicia poética, en el número de diciembre de la Revue.
Entre una fecha y otra, tantas cosas le ocurrían al poeta: viajaba por tres continentes, ocupaba la secretaría de la embajada en Pekín, se refugiaba en Estados Unidos, obtenía un premio. El ave seguía hurtándose, seguía escapando de su lugar en el verso. Se necesitarán días, un continuo acecho y la mediación de un pintor, para que alcance su sitio exacto dentro de él y para que en él se le averigüe y se le ofrezca la nomenclatura más justa.
En realidad, el problema central que detenía el texto era una cuestión de terminología. Desde aquella primera redacción rechazada marchaban unidos palabra y pájaro. Entonces, el nombre nuevo para éste no había sido todavía ni descubierto ni elegido. Ahora, Perse se resignará lentamente a imponerle una nominación zoológica, el vocablo preciso de la taxonomía. Lo llamará por último, como en los listados de Linneo, Bracchus Avis Avis, con un apelativo tan neutro, tan vacío ``de motivación alguna'', y sin embargo -él así lo confirma- tan hermoso, tan hecho a él, tan apropiado.
En carta a su exégeta Caillois, aclarándole la existencia de las aves Anhinga y Anna, Saint-John Perse justificaba esa elección: si bien podían sonar algo eruditos, algo impostados, a veces importunos, los nombres de la ciencia le parecían más ciertos e inmediatos que los comunes, en gran medida porque eran más inverosímiles. La inverosimilitud y el artificio de que hacen gala los aleja de la referencia literal y los arroja en la red tendida del poema. Porque no se sienten reales ni vivos, están para Perse cargados de realidad poética y de vitalidad escrita.
Así, sobre el corazón del pájaro y alrededor del apellido apropiado para atraerlo, Saint-John Perse debatía más bien las relaciones del mundo con el poema, el estatuto de los términos que entran en él o su conveniencia, el lazo de cada palabra con lo que dice. Quizás eso explique la lentitud en revisar Oiseaux y el episodio de su renuncia ante Gide. Perse se estaba definiendo en ese proceso, aunque viniera a hacerlo como de pasada y por vía interpuesta.
El material que en el libro se propuso le implicaba de una manera misteriosa y estrecha. Un pájaro se mueve delicadamente sobre la tierra. Se separa de su contorno y a ella vuelve, ni del todo independizado ni seducido del todo. Está y no está. Se mantiene circulando en torno, olvidado de su peso y pesando, no obstante, fatalmente. Evidencia la gravedad, burlándola: figura perfecta de un compromiso que Saint-John Perse suscribiría por familiar y casi propio, compromiso con lo real y lo terreno acatado precisamente al incumplirlo.
El ave ejemplifica un tipo de observación y un gesto, una mirada aparte, desligada por un lado del paisaje que contempla y por otro pendiente, mirada desde arriba y a lo largo -mirada como ``a vista de pájaro''-, ajena e implicada y requerida sin duda por el poeta para sí. También, viéndolas desde lo alto, él cuenta grandes extensiones de tiempo, una cierta eternidad, una certeza a la que está parcialmente ligado y que reconoce poder tratar sólo esquivándola.
El pájaro, por esta doble permanencia, por estar yéndose y por no contener sentimentalidad alguna, por la fría indiferencia con que sobrevive, es un puro objeto de la nueva poesía, poesía de las esferas y los vertiginosos recorridos, lejos ya de la órbita restringida del sujeto romántico.
Avidez, hambre de existir y de cubrir distancias, capacidad envidiable de ensamblar meses en el único impulso de sus plumas -el pájaro reúne estíos-, esto es lo que Perse detecta y comenta primero. El libro que acoja los itinerarios de esas entelequias aéreas, tendrá que enlazar frases y estrofas en una voz sola, en una tonalidad que canta de muchos modos lo mismo. Pájaros se escribe como una saga, una alternancia y un círculo en el que cada brazo, cada rama, cada sección, representan una ida y un regreso, como las aves son estacionarias, nómadas y repetitivas.
Pero, a su vez, cada uno de estos seres convoca otros muchos; cada uno resume miles y el poeta en el cuerpo de un pájaro descubre muchos cuerpos más. Su anatomía puede recordarle una nave, un arca, una copa, cáliz donde se consume alma y se articula energía. Se le presenta como un tejado, un huso, un estilete, una casa o una bandera.
Todo eso es el pájaro que por una voluntad tal de convocatoria extiende y disemina el poema hasta complicar el universo. Sólo así puede leerse esta obra, como una maquinaria a la que se adhieren múltiples piezas y que, en su engranaje, en la plenitud de su tono refiere la plenitud misma de la tierra y de las cosas.
En este sentido, Saint-John Perse se nos convierte -ya lo señalaba Denis de Rougemont- en el último poeta dichoso y absoluto, poeta ecuménico, presto a perderse entre los hechos que enuncia, por entender que uno de ellos encierra los demás, que cada criatura es la guardiana adelantada de las restantes.
El pájaro no es más que la cifra de una complejidad mayor de la que todos constituimos parte y en cuyo destino somos transportados.