La Jornada Semanal, 22 de marzo de 1998
El pájaro, entre nuestros hermanos de sangre el de vivir más ardiente, conduce hasta los confines del día un singular destino. Emigrante y hechizado por el crecimiento del sol, viaja de noche, al ser los días demasiado cortos para su actividad. En época de luna gris, color muérdago de las Galias, puebla con su espectro la profecía de las noches. Y su grito entonces es el mismo grito de la aurora: grito de guerra santa a cuchillo.
En el brazo de su ala, el balanceo inmenso de una doble estación, y bajo la curva del vuelo, la curvatura misma de la tierra. La alternancia es su ley, su reino la ambigüedad. En el tiempo y espacio que incuba de un vuelo, su herejía consiste en vivir un verano único. Escándalo es también para el pintor y el poeta, que ensamblan estaciones en los puntos más altos de su intersección.
¡Ascetismo del vuelo!... El pájaro, entre nuestros comensales el más hambriento de existir, para alimentar su pasión, trae secreta en él la fiebre más elevada de la sangre. Su gracia reside en la combustión. Y ahí no hay simbolismo alguno: simple hecho biológico. Nos es tan ligera la materia del ave que, como cortafuego del sol, parece alcanzar la incandescencia. Un hombre en la mar, adivinando el mediodía, levanta la cabeza ante este alboroto: la gaviota blanca abierta sobre el cielo, igual que mano de mujer contra la llama de una lámpara, eleva en el día la rosada transparencia de una blancura de hostia.
¡Ala emplumada del sueño, nos encontrarás por la tarde en otras orillas!
Los antiguos naturalistas franceses, con su lengua tan segura y tan respetuosa, tras hacer justicia a los atributos del ala -asta, barbas, estandarte de la pluma; remeras y rectoras de las grandes penas motrices; y todas las pintas y máculas del pelaje del adulto-, se consagran atentamente al estudio del cuerpo en sí, llamándolo territorio del pájaro, igual que a una parcela ínfima del territorio terrestre. Así en su doble vasallaje, aéreo y terreno, el pájaro se nos presentaba como lo que es: un satélite mínimo de la órbita planetaria.
Se estudiaba, en su volumen y en su masa, toda esta leve arquitectura hecha para el impulso y la permanencia del vuelo: el alargarse del esternón en forma de naveta, la caja fuerte de un corazón accesible sólo al flujo arterial y el encarcelamiento todo de esa energía secreta, aparejada con los músculos más finos. Se admiraba este vaso alado en forma de urna, por lo que se quema en él de más ardiente y sutil; y, para acelerar la combustión, el sistema de intersticios en la pneumática del pájaro que duplica el árbol de su sangre hasta falanges y vértebras.
El pájaro, sobre sus huesos vacíos y sus sacos aéreos, llevado más ligero que una brizna en la excelencia de su vuelo, desafía cualquier principio adquirido de aerodinámica. El estudiante, o el niño demasiado curioso, que alguna vez disecó un pájaro, guardará memoria mucho tiempo de su conformación náutica: de su soltura al imitar un navío, con su caja torácica en forma de casco y el empalme de cuadernas sobre la quilla, la masa ósea del castillo de proa, la roda o espolón del pecho, la zona escapular en que se engarza el remo del ala y la cintura pélvica donde se sitúa la popa...
...El pintor todo lo conoce en el momento justo de su iluminación, pero él debe abstraerlo para referir de un trazo, sobre la superficie de su lienzo, la suma real de una delgada mancha de color.
La mancha, marcada como con sello, no es sello, sin embargo, ni número, no es signo ni símbolo, sino la cosa misma en su razón y en su fatalidad -cosa viva, de todos modos, y tomada en vivo de su tela natal: injerto más que extracto, síntesis antes que elipse.
Así, de un territorio más vasto que el del pájaro, el pintor entresaca, mediante desgarramiento o lenta separación, hasta apropiárselo completo, ese fragmento puro de espacio hecho materia, hecho tangible, que, adelgazado al extremo, se convierte en mancha isleña del ave sobre la retina del hombre.
Desde las trágicas orillas de lo real hasta este sitio unido y sereno, trazado silenciosamente, como un punto mediano o un lugar geométrico, el pájaro, sustraído a su tercera dimensión, se cuida mucho de no olvidar el volumen que tuvo primero en la mano de quien le cazara. Al atravesar la distancia íntima del pintor, él le sigue hacia un mundo nuevo sin romper ninguno de los lazos con su medio de origen, su ambiente anterior y sus profundas afinidades. Un mismo espacio poético le asegura esta continuidad.
Para el pájaro pintado por Braque, tal es la fuerza secreta de su ecología.
Sabemos la historia de aquel Conquistador Mongol que rapta a un pájaro en su nido y al nido en su árbol, y transporta a su país, apresado con el pájaro y su nido y su canto, el árbol natal entero, con su pueblo de raíces, el cepellón y su tierra, su margen de terruño, todo el lote de terreno en propiedad que recuerde el campo baldío y la provincia, la comarca y el imperio...
Entre quienes frecuentan la altura: aves carniceras o acuáticas, el pájaro de gran señorío, para lanzarse sobre su presa, pasa en un instante de la mayor presbicia a la miopía mayor, y ello gracias a un fino músculo en el ojo que dispone en las dos direcciones la curva del cristalino. Con el ala en alto, como una alada Victoria que se consume en sí, mezclando en su fuego la doble imagen de la vela y la cuchilla, el pájaro, que ya no es más que alma y desgarro del alma, desciende, con la vibración de la hoz, a confundirse con lo que su garra apresa.
El relámpago del artista, cazador y cazado, no es menos vertical en su primer asalto, antes de que fije, de igual a igual y como lateral o circularmente, su insistente y larga solicitud. Existir en armonía con este huésped se convierte en su destino y en su retribución. Conjura del pintor y el pájaro...
El ave, apartada de la migración y caída sobre la plancha del artista, ha comenzado a vivir el ciclo de sus mutaciones. Habita la metamorfosis. Variación serial y dialéctica, la suya es sucesión de pruebas y de estados, progresivamente en camino hacia una confesión plena, desde la que sube al fin hacia la luz, hacia la desnudez de una evidencia y el misterio de una identidad: unidad en lo diverso recobrada.
Para el pájaro conciso en su punto de partida, ¡qué privilegio, sobre la página del aire, ser él mismo arco y flecha del vuelo, tema y propósito! Al otro lado de esta evolución, bajo su ropaje absoluto, parece un secreto extremo que resumiese lo esencial de todo un largo informe. Belleza entonces de ese término caras, empleado en geología para recubrir históricamente, en su conjunto evolutivo, los elementos constituyentes de una misma materia en formación.
Por esta sobriedad de un fin que se reúne con su principio, el pájaro de Braque está para él cargado de historia. De todo aquello que elude, sabiéndolo o sin saberlo, la mirada selectiva del pintorÊconserva un conocimiento íntimo. Sin alejarle del círculo de lo sobrenatural, someterse largamente a este hecho, le salvará de lo arbitrario.
El hombre ha alcanzado la inocencia del animal. Y el pájaro, impreso en el ojo del cazador, se vuelve el cazador mismo en el ojo de la bestia, como ocurre con el arte de los esquimales. Bestia y cazador atraviesan juntos el vado de una cuarta dimensión. Marchan al fin, al mismo paso, desde la complicación de ser hasta la facilidad de amar, dos seres ciertos, emparejados.
Nos hallamos lejos de lo decorativo. Es la sabiduría perseguida como una búsqueda del alma y la naturaleza recuperada al fin por el espíritu, después de que ella todo le cediera. Una meditación conmovedora y larga ha encontrado otra vez la inmensidad de espacio y hora en la que se extiende el pájaro desnudo, de forma elíptica, como las células rojas de su sangre.
A la hora de la liberación, más que un despegue de pájaros hay un silencioso lanzamiento de grandes imágenes pintadas, como barcos en su botadura...
Braque, que conoce la gloria más envidiable, la de ver su nombre llevado por un navío de alta mar -un bello navío barnizado en blanco, bajo pabellón nórdico, cuya proa llenan de vida seis aves buceadoras de los mares árticos-, no desautorizaría esta última imagen náutica: sus pájaros, afilados como sofismas de Elea sobre la indivisibilidad de espacio y tiempo, si acaso eternizan en un punto fijo el movimiento del vuelo, nada tienen de la mariposa que paraliza el alfiler vienés del entomólogo. Son ellos, más bien, entre los treinta y dos rumbos de la rosa de los vientos, en ese fondo de ojo incorruptible que es la brújula marina, igual que una aguja magnética en trance sobre su eje de metal azul.
Así, los viejos pilotos de China y de Asia observaban para orientarse por él, en el agua de la escudilla, sobre su base de corcho que un hierro imantado atravesaba, al pájaro pintado y flotando.