La Jornada Semanal, 22 de marzo de 1998
Gracias a la traductora María Sten, La Jornada Semanal publicó ``Mi infarto'', un excepcional texto memorioso de Jan Kott. En esta ocasión, el autor de Shakespeare, nuestro contemporáneo presenta su bitácora como observador del gran director y dramaturgo polaco Tadeusz Kantor.
El escenario representa la destruida estación de ferrocarril cercana a Oder, dos o quizá cuatro semanas después del fin de la guerra. Bogdan Korzeniowski, quien luego sería uno de los personajes más destacados del teatro en Polonia, durante la ocupación alemana fue bibliotecario de la Universidad de Varsovia. Llegó a aquella estación de trenes en la Silesia recuperada siguiendo las huellas de los libros del fondo reservado y de la colección teatral de la Biblioteca Nacional. Los encontró en los sótanos de unos condes alemanes, los empacó en cajas y los cargó en un vagón de un tren militar. Las tierras polacas ``recuperadas'' estaban todavía bajo la ocupación rusa. En la noche, el futuro teórico y práctico del teatro regresó a la estación, intranquilo por el tesoro recobrado. De los vagones del largo tren se dejaban oír sonidos raros. Traqueteos, zumbidos, a veces como cuclillos, a veces como carillones. Los vagones iban repletos de un extraño botín: relojes de pared que continuaban andando. De repente apareció un oficial, probablemente borracho, quien comenzó a disparar a las ventanas de los vagones repletos de relojes que seguían marcando las horas.
Si el oficial hubiese disparado a estos relojes aburguesados que marcaban las horas con carillones y cucúes, no con una pistola sino a través del tubo de una vieja cámara fotográfica, nos habríamos encontrado de repente en el teatro de Kantor. En este escenario real, sobre el andén de la pequeña estación de trenes de Silesia evocada medio siglo después por un testigo ocular, percibimos la falta de continuidad de las cosas y de los acontecimientos que, según nos parecía, había sido descubierta por la poesía y la pintura surrealista y postsurrealista. El tren en el que cantan los relojes puede parecer el escenario encantador de una obra del teatro del absurdo aún no escrita; sin embargo, aquel ``absurdo'' descubierto en los años cincuenta por el teatro ocurrió primeramente en esta pequeña estación de ferrocarril. La realité depasse la fiction. Sobre las cajas que contenían la invaluable biblioteca sustraída de Varsovia, los relojes de pared saqueados hacían sonar sus carillones románticos en un tren ruso que se dirigía hacia el oeste. Los accesorios teatrales se convierten en signos. En el teatro de Kantor, se convierten en signos de la memoria. Es la historia haciendo memoria.
Ahora, el escenario es la catedral de Poznañ en las mismas primeras semanas posteriores a la liberación. El narrador es de nuevo el propio Bogdan Korzeniowski, el futuro director de la Comedia No-Divina y de Don Juan. La bóveda de la catedral había sido perforada por una bomba y a través del gran agujero que se abrió sobre la nave principal caían girando los copos de nieve en pleno mayo. La ráfaga debía ser fuerte -cuenta el narrador- pues las figuras barrocas habían caído de los altares. Estaban tiradas sobre el suelo en posiciones raras. Si lo que se había desprendido era la cabeza, la figura la sostenía ahora en las manos, como los mártires de los cuadros medievales. Pero no se trataba de estatuas; eran cadáveres sacados de sus tumbas, bien conservados, muchas veces con piel aún en los cráneos, sin joyas pero con restos de oro y seda. Sin duda servían de diversión, porque los cadáveres de las mujeres con las tibias extendidas estaban cubiertos por los esqueletos masculinos. En aquella catedral barroca los cadáveres profanados, iluminados por los destellos de los vidrios multicolores de vitrales rotos, parecían encontrarse allí para ejecutar una Danza Macabra del Renacimiento. En aquella catedral, destrozada por los proyectiles de artillería, las estatuas de los santos martirizados se convirtieron en los dobles de los muertos martirizados. Como en el teatro de Kantor, donde los muertos son los dobles de los vivos y los vivos los dobles de los muertos.
En Guanajuato, una pequeña ciudad mexicana quizás a unos 1,500 kilómetros de distancia de la frontera con Estados Unidos, desde mucho tiempo atrás se sepultaba a los muertos en la fangosa falda de la montaña. En aquella provincia de miseria sin fin, nadie tenía los medios para comprar un ataúd. Hace algunos años, después de uno de los sucesivos terremotos, los cadáveres momificados emergieron de la pendiente. ``Las momias más pequeñas del mundo'' ahora se encuentran tras las vitrinas. En esta Pompeya mexicana de la miseria es posible ver pequeños cadáveres de niños desnudos con las bocas abiertas como en sorpresa perpetua; cadáveres de mujeres con medias negras sobre piernas todavía cubiertas de piel; cadáveres de hombres con falos en erección mortal. Y quizás aún más estremecedoras son las cabezas de hombres y mujeres cubiertas con pañuelos o cintas, siempre con los dientes a la vista. Aquí, la muerte es obscena como en la catedral de Poznañ con sus tumbas desvalijadas. En esta Danza de la Muerte los muertos no dejan de reír. En los desfiles y festejos carnavalescos, tal como antaño en las saturnalias romanas, las máscaras de la muerte acompañan aun hoy día a las máscaras nupciales en Sicilia, en las plazas de Madrid y Barcelona, en Río y en los más aislados pueblos hambrientos de México.
En el teatro de Kantor los muertos regresan para ocupar sus lugares en los bancos de escuela. Echan fuera y arrastran tras bambalinas a los dobles de su niñez. La clase murió hace mucho tiempo, los dobles son maniquíes. En Wielopole, Wielopole, los reclutas en uniformes de la primera guerra que alzan los pies al desfilar ahora son maniquíes de caras grises, arrojados a la fosa común. La doble de la novia, todavía con el velo y el blanco vestido de boda, está ahora acostada con las piernas abiertas después de ser violada en masa por los soldados. El prelado de Wielopole, la saga de la familia de Kantor, quien unió en matrimonio a la joven pareja y bendijo a los reclutas que iban a la guerra, quedará suspendido sobre una pesada cruz que ha sido empujada a escena en una evocación sacrílega del misterio de la Pasión de Jesucristo. En el teatro de Kantor, la muerte está profanada y profanado el sacrum. En el IV Libro de Gargantúa, Rabelais llamó ``farsa trágica'' (``cette tragique farce'': quizá fue él quien inventó este término) a la profanación del misterio de Pascua por el Maese Francisco Villon (Matre Franois Villon), quien ordenó a los muchachos disfrazados de diablos asustar y llevar casi a la muerte a un sacristán que se negó a prestar sus vestiduras litúrgicas al campesino que debía representar a Dios Padre en el misterio. Una yegua sin silla se llevó al pobre sacristán en aquella diablura improvisada por Villon.
En la tragifarsa de Kantor, como en la tragifarsa de Beckett -finalmente, a pesar de la diferencia total de imagen, ¿cómo no comparar a esos dos teatros del fin de nuestro siglo?-, el nacer es morir. En La clase muerta se nace en el sillón roto del dentista, en Fin de partida se muere en el cesto de basura. El nacimiento y la muerte están degradados, pero en estos dos teatros permanecen como incesante e intransigente memoria.
A Kantor, quien en todos sus espectáculos aparece de principio a fin y que a veces apresura a sus actores con un impaciente tronar de dedos, lo he comparado con Caronte, el que lleva a los muertos a la otra orilla cruzando el río del olvido. Pero Kantor es un Caronte que también trae a los muertos de regreso. Y tal vez aquel Caronte griego siempre callado ahora grita terriblemente a los muertos-vivos y a los vivos-muertos. Los lleva durante una hora, como sus propios dobles-maniquíes. En la tradición popular polaca, al cementerio se le llama ``el parque de los tiesos''.
Kantor-Caronte, el de traje negro y sombrero de fieltro, es la memoria. La memoria de la niñez y la memoria de la familia. La memoria de la habitación, construida sobre el escenario con algunos tableros de madera (``Sólo que nosotros no estuvimos allá''), y aun la memoria del ruido de las matracas (en el verdadero Wielopole) que los muchachos hacían sonar en Viernes Santo. En ese teatro de la memoria obsesiva aparecen los bancos escolares, las fotografías desteñidas, el doblar a muerto de las campanas en la obra Nunca volveré aquí, y el nombre y el apellido de su padre, Marian Kantor.
Habría que ser sordo para no oír esta biografía parecida a un cementerio en la obra de Kantor. Hay en este teatro una sombra -no sé como llamarla- del mundo, que fue borrada para siempre y sólo regresa de vez en cuando, evocada por una memoria persistente; de allí vienen aquellas melodías que se apagan y después vuelven, subiendo de volumen hasta ensordecernos, como aquel vals vienés de La clase muerta y, en otros registros de la memoria dolorosa y tierna, como los arrullos judíos y los cantos de los hasidam.
En ese teatro de la memoria del barquero Caronte regresan siempre -en cada uno de los espectáculos hasta llegar al último- todos los teatros de Kantor, desde el primer Cricot con sus maniquíes de hombres y mujeres con los genitales expuestos y el gallinero en el cual la gallina es una puta. El famoso retrete de Duchamp se convirtió para siempre en ``objet d'art''. Pero el sillón de dentista sobre el cual tiene lugar el parto, o la palangana en la cual la sirvienta exprime el agua sucia del trapo, no son nunca ``objets d'art''. Quizá sea una provocación, pero nunca una provocación estética. He aquí lo que hace a Kantor diferente.
En este repentino revoltijo de jaulas para pájaros humanos, de cunas rotas, de horcas metidas a empujones y tapices enrollados como la sagrada Torá, tal como en aquella estación de trenes al final de la guerra, en la que coexistían los relojes de pared robados con los tesoros hurtados de las bibliotecas de Varsovia, se desarrolla la mortal comedia humana. En ese teatro, tan polaco, en el cual se revuelven y unen de modo extravagante los ecos-imágenes, ecos-símbolos, ecos-citas de Mickiewicz y de Witkiewicz, de Wyspiañski y de Gombrowicz, esta nueva comedia mortal de Kantor resulta universal.
El teatro de Kantor es un teatro itinerante. Probablemente el único de nuestros tiempos. Y eso es precisamente lo que de repente y de improviso lo asemeja a los actores isabelinos, quienes andaban durante meses a lo largo de las costas del Báltico, por entre las ciudades hanseáticas, y que aun en vida de Shakespeare llegaron con tres obras desde Królewiec hasta Cracovia, llevando sobre grandes carretas enganchadas a percherones sus ricos trajes, sus armaduras e incluso una jaula con la cabeza de un rebelde. Y este recorrer del mundo también semeja el teatro de Kantor a la primera compañía de Molire, la cual, caminando desde los palacios a las posadas, llevaba en los carros, a lado de los blanqueadores y los colorantes de las actrices, el vestuario de los payasos y los apuntes teatrales, a veces escritos a mano. Llevaba también una cuna, porque, tal como el teatro de Kantor, aquel primer teatro de Molire era una gran familia. Me es fácil imaginar el teatro de Kantor sobre un campo que va de Cracovia a París.
He visto los espectáculos de Kantor en Nancy, en Florencia, en Berlín y en La Mama de Nueva York. Me he encontrado con fanáticos de este teatro que seguían a Kantor como los patos siguen a un carro o como las gaviotas vuelan tras un barco. En este teatro hay probablemente un alimento que, si bien amargo, nutre de modo distinto que cualquier otro espectáculo en el ancho mundo. Quizá suceda así porque Kantor, como pocos artistas de nuestro tiempo, tradujo a signos teatrales la memoria olvidada, que existe en nosotros como una herida que ha cicatrizado mal. Y quizás en eso reside el papel catártico de Kantor-Caronte, quien devuelve lo que ha muerto.
Post Mortem
(Tadeusz Kantor, 1915-1990)
Una silla vacía. Así quise llamar a esta nota; sin embargo, Bronsilaw Mamoñ se me adelantó con su penetrante ensayo sobre Hoy es mi cumpleaños en el semanario Tygodnik Powszechny. La silla vacía. Me imaginaba que la silla estaría sobre el escenario desde las primeras luces hasta el final del espectáculo. Se encontraba del lado izquierdo del podio y en ella estaba sentado Kantor, otra vez con el mismo sombrero de fieltro y con la bufanda negra echada, como antes, al hombro, tres cuartos de su cara vuelta hacia las bambalinas. Parecía vivo. Pensé que en aquel teatro, en el cual los actores y sus retratos se intercambiaban mutuamente, se trataba de un maniquí de Kantor. Pero aquel maniquí se levantó de la silla, comenzó a caminar e incluso repetía el impaciente tronar de dedos de Kantor. De la cinta llegaba su voz. Después ya era la voz de un intruso.
Comprendo la intención-invención primaria de Kantor y el esfuerzo de sus continuadores por preservarla. En el marco cambiante-inmutable de la evocación en aquel ``pobre cuarto de la imaginación'' hay tres bastidores vacíos de distintos tamaños, que pasan uno tras otro. De ellos entran y salen figuras, y en ellos se desdoblan. Kantor quiso tener en aquel ritual de su ``cumpleaños'' su ``autorretrato''. Del mismo modo, añadió a su padre un gemelo, quien le quitó ``su cara''. Así sustituyó varias veces a la Infanta de Velázquez -la de la crinolina extendida sobre un andamio de metal- por ``una muchacha pobre que no está aquí''. La crinolina está partida, y cuando sus faldones se levantan, se ve su sexo apenas cubierto por una pantaleta. Y de modo similar ``la pobre muchacha'', la pobre doble de la Infanta, enseña su pobre pantaleta cuando le traen una falda.
El doble debía ser la réplica de Kantor. Pero una réplica de su presencia. Cuando faltó Kantor, ``el autorretrato'' se transformó en una caricatura: un Kantor pobre en el taller del pintor. Y esa fue probablemente la idea principal de aquella última evocación. Los personajes entran y salen de los marcos de los cuadros. Pero en aquel ``cuarto pobre'' de la imaginación encarcelada, en esta habitación pobre con una palangana para lavar lo sucio y con la estufa de hierro, está encerrada la historia de su familia, la historia de Polonia, y no solamente de Polonia sino la suya personal y común, en la que existe tanto la pintora Maria Jaremianka, cuanto Meyerhold martirizado por los verdugos de Stalin y los judíos arrojados a las fosas y las mujeres violadas. Todo eso en esta misma, y siempre la misma, habitación de su memoria.
En este pobre cuarto de la memoria hay todavía una mesa pequeña con una foto antigua. Probablemente la guardaba porque está muy deteriorada. Como la fotografía de mis padres. El padre, la madre, el tío Stasio y el prelado de Wielopole están ahora de pie, como vivos, en el marco más grande al fondo del escenario, y alzan en un brindis de cumpleaños las copas con el mismo movimiento mecánico de las películas de los años veinte. El doble levanta la foto, mira al Padre en el marco y grita: ``¡Papá!'' Pero todavía más estremecedora es la escena, que provoca un escalofrío en la columna vertebral, cuando los gemelos entran al escenario cargando unas tablas cual si fueran un ataúd. Del mismo modo los actores Waclaw y Leslaw Janicki llevaron el ataúd de Kantor.
Después del espectáculo Hoy es mi cumpleaños en Nueva York, bebí un poco de mal vino en un pequeño restaurante en la misma calle donde se encuentra La Mama. Estuve con amigos, todos una o dos generaciones más jóvenes que yo. No estábamos muy alegres. Nos sentíamos como después de un funeral. Estábamos -mi máquina eléctrica, que escribe demasiado rápido, me sugiere una palabra que hubiera preferido no escribir- postrados. Esta palabra encierra tanto ``el cansancio'' como ``el suplicio''. La más joven de nosotros, Magda, fue la primera en hablar: ``¿Por qué nos tortura tanto? ¿Por qué otra vez evoca lo que era? Ya no quiero estas pesadillas.'' Le contesté que la naturaleza de las pesadillas es regresar. Nos despertamos gritando, nuestra mujer nos tranquiliza, nos quedamos dormidos y otra vez nos despertamos gritando. La pesadilla ha regresado. Dije que los más grandes creadores eran prisioneros de sus propias pesadillas. Como Goya y Füssli y como el pintor Lebenstein, el más próximo a Kantor. Y quizá Fellini, el más cercano -aunque nadie lo mencionó-, quien descubrió que la esencia de la vida se encuentra en el circo, colindando con la muerte. Todos ellos vivían y morían, viven y mueren sofocados por su propia pesadilla.
De ellos, el más fiel a sus pesadillas fue Kantor. En el espectáculo Hoy es mi cumpleaños regresan los embalajes del Cricot temprano. Emballage... between eternity and garbage. Sólo que ahora no en bolsas de papel, sino en bolsas de nylon. Los cuerpos en envoltijos se revuelven en el podio desde la primera escena. Más tarde entrarán en el marco vacío, en el rito kantoriano, reviviendo y muriendo. De ellos arrancará, como una gran sinfonía en blanc majeur, la procesión de los lisiados en camisas de enfermos, el lejano eco de la îpera de tres centavos de Brecht. Estos cuerpos, desempacados, serán más tarde violados y de nuevo asesinados; volverán otra vez en la marcha fúnebre con las cruces blancas. En cada espectáculo de Kantor llega un momento en el que se me cierran los ojos y me adentro en mis propios temores.
En el teatro las vibraciones no se dan tan sólo entre el público y la escena, sino también entre lo que se encuentra detrás de la escena y detrás de los espectadores. En el espectáculo en la Calle 4 de Nueva York, no únicamente los actores sino muy probablemente todos los espectadores venían de Polonia. Polonia estaba muy cerca. El espectáculo seguía siendo estremecedor, pero quizá de modo diferente que antes. El martirio polaco y todo lo demás, desde la primera guerra hasta la de Jaruzelski, habían quedado bajo un velo. Como si todo hubiera sido cubierto por el moho y la niebla. Recibimos el Cumpleaños con amargura.
¿Cuánto tiempo puede subsistir este teatro? ¿Meses? ¿Un año y algunos meses? Los teatros viven un tiempo corto. A veces menos aún que sus creadores. Y quizá lo más feliz es cuando mueren junto con ellos. En el teatro de Kantor, los actores vivían con el teatro. Este teatro era su vida. Entiendo que no se puedan separar de él. No tan sólo por venerar a Kantor, sino porque quieren alargar la existencia de ese teatro para ellos mismos. No quiero ser cruel pero este teatro sin Kantor es como un cuerpo sin alma. Kantor implantaba el alma aun a los maniquíes y a los embalajes. El teatro de Kantor se encuentra sobre la frontera tenue y poco duradera entre ser y recordar.
La memoria del teatro es frágil. Se queda bajo los párpados de los últimos espectadores. Comprendo la preocupación de conservar la mayor cantidad de estos espectadores. Pero bajo los párpados de los espectadores, que ya no pueden ver aquel teatro con Kantor, no debe sobrevivir el cuerpo sin alma. El ejemplo del Berliner Ensemble es significativo y causa temor. El teatro no debe ser un museo de sí mismo. No quisiera que en lugar de un Kantor vivo, con su tronar de dedos y su inimitable grito, quedara en la memoria un doble, aun el más perfecto posible.
Las existencias de los grandes del teatro quedan en la memoria distintas y variables: en el ojo, en el oído, a veces aun en las cosas. Cuando hace casi un año me subían con esfuerzo por las empinadas escaleras de la Escuela Teatral de Varsovia -donde antaño se encontraba el Colegium Mobilium de unos padres piadosos y más tarde se efectuaban los ritos de los masones, y donde ahora yo tenía que hablar acerca del drama contemporáneo-, escuché el golpeteo del bastón de Zelwer y la risa entrecortada de Schiller.
En la Comedie Franaise se guarda el sillón de Molire como una reliquia y un tesoro. No recuerdo si está tapizado de piel o con brocado de oro, debajo del cual asoma el relleno de crin. Nadie se ha sentado en ese sillón desde entonces. Nadie se ha atrevido a hacerlo. Que de Kantor quede la silla vacía.
Tomado del libro Kadish. Ensayos sobre Tadeusz Kantor, de Jan Kott, Ed, Siowa i obraz, Gdañsk.