Masiosare, domingo 22 de marzo de 1998
A propósito de la iniciativa de reformas constitucionales sobre derechos indígenas enviada por el jefe del Ejecutivo, el jurista recuerda: ``Mil veces he tratado de encontrar el precepto constitucional que otorgue expresamente al Presidente la potestad de proponer reformas a la Constitución, sin encontrarlo jamás. Ello sea dicho como respetuoso homenaje a la lógica jurídica de quienes redactaron la Constitución de 1917, considerando incompatible el deber de guardar y hacer guardar la Constitución con la facultad de proponer su reforma''.
El presidente Ernesto Zedillo ha enviado a la Cámara de Senadores una propuesta de reformas a la Constitución que, independientemente de su contenido, contrario a los intereses de los pueblos indígenas, entraña una nueva evidente violación a lo poco de nuestra Constitución que queda vigente, aunque incumplido.
El primer punto que habremos de investigar consiste en que si el Presidente está investido de la potestad de proponer y promover reformas a la Constitución o si es una facultad que se ha autoasignado.
Podemos partir de una base que pocos se atreverían a desconocer pero que muchos prefieren olvidar. Tal cimiento lógico-jurídico sería que, de acuerdo con nuestra Constitución, la creación de las leyes federales de nivel ordinario corresponde al Congreso de la Unión, y el procedimiento y las reformas o modificaciones a la Constitución General, según su artículo 135, son dos caminos diferentes. El primero, previsto en los artículos 71, 72, 73 y demás aplicables, y el segundo, regulado por el artículo 135 de la propia Carta Magna. Nada autoriza a confundir ambos procedimientos que tienen mecanismos y finalidades diferentes y que deben ser llevados al cabo por órganos del poder público distintos. Aquél toca al Congreso de la Unión. Este, mediante el malamente llamado Congreso Constituyente Permanente, integrado por mayorías especiales (dos terceras partes) de cada una de esas dos cámaras y por la mayoría de las legislaturas locales.
Podemos también destacar que en ninguna de las normas constitucionales se atribuye al Presidente la calidad de integrante o proponente ante el llamado Congreso Constituyente, pues el artículo 135 llega a la descortesía de ni siquiera mencionarlo o tomarlo en cuenta para nada.
De lo antes dicho, resulta indiscutible que el Presidente no forma parte del Congreso Constituyente Permanente, ni está facultado para proponerle reformas, modificaciones o adiciones.
Esta conclusión queda plenamente confirmada con el texto del artículo 71, fracción 1, de la Carta Magna, cuando otorga facultad de iniciativa legislativa federal al Presidente para ``iniciar leyes o decretos'' ante el Congreso, pero no la distinta de ``iniciar o promover reformas constitucionales ante el Congreso Constitucional Permanente'' como lo llaman, no con mucho acierto, nuestros politólogos gubernamentales.
Si aceptamos que la facultad de iniciar leyes o decretos ante el Congreso de la Unión es distinta a la de promover reformas constitucionales ante el Congreso Constituyente Permanente, tendremos que buscar las razones por las que en esta última potestad debe considerarse incluida la facultad de promover reformas a la Constitución.
Desde hace años sostengo que, de acuerdo con los artículos 79, fracción I y el 84 de nuestra Carta Magna, la primera obligación que tiene el Presidente es guardar y hacer guardar la Constitución, obligación que, al tomar posesión del cargo, se compromete a cumplir ante el Congreso. Esa promesa presidencial, hecha por el jefe del Ejecutivo a los integrantes del Legislativo, es un acto político frente al poder representativo de la voluntad popular, que consolida o concreta el deber presidencial de respetar la Constitución.
¿Y cómo podemos hacer compatible un deber constitucional, protestado además, de cumplir la Constitución con la facultad de proponer su reforma cuando le venga en gana al Presidente? Obviamente, la concepción de que la facultad de iniciar leyes que corresponde al Presidente no puede entrañar la potestad de promover reformas a la Constitución (en lugar de cumplirla), no se sostiene ni jurídica, ni lógicamente. Quien está obligado a guardar y hacer guardar una norma constitucional no puede, al mismo tiempo, estar facultado para proponer su reforma o modificación. Ello privaría de obligatoriedad a la norma constitucional a cumplir, y quedaría sujeta a la voluntad presidencial y a la de sus lacayos.
Existe otro argumento constitucional, de indisputable valor, que nuestros juristas forestales (o de Los Pinos) suelen ignorar para no poner en peligro su autoridad académica y burocrática.
El artículo 89 de la Carta Magna, al enumerar las distintas facultades y obligaciones del Presidente, termina con una fracción XX avasalladora, según la cual el altísimo funcionario mencionado, además de las atribuciones en el nombrado precepto 89, tendría: ``Las demás que le confiere expresamente esta Constitución''.
Mil veces he tratado de encontrar el precepto constitucional que otorgue expresamente al Presidente la potestad de proponer reformas a la Constitución, sin encontrarlo jamás. Ello sea dicho como respetuoso homenaje a la lógica jurídica de quienes redactaron la Constitución de 1917, considerando incompatible el deber de guardar y hacer guardar la Constitución con la facultad de proponer su reforma.
Todavía un argumento más, estrictamente jurídico, que evidencia la ilegitimidad o inconstitucionalidad de las proposiciones presidenciales de reformas a nuestro máximo código político.
Ni el más necio de los militantes priístas podrá negar que, de acuerdo con el principio teórico de división de poderes y con nuestro texto constitucional expreso, la facultad de crear el ordenamiento legislativo federal compete al Poder Legislativo y que en el procedimiento de creación el jefe del Poder Ejecutivo tiene una intervención esporádica, excepcional, estrictamente limitada a tres momentos y no a otros: a) Iniciativa de leyes y decretos ante el Congreso; b) Derecho de impugnar, mediante veto superable, las decisiones del Legislativo; c) Promulgación y publicación de las leyes aprobadas por el Legislativo.
Dado el carácter excepcional de las intervenciones del Ejecutivo en los procesos de reacción legislativa, tales intervenciones, precisamente por su naturaleza excepcional, deben ser medidas y calificadas, de acuerdo con las más elementales reglas de la hermenéutica jurídica, en forma concreta, limitada, precisa, sin permitir que la norma excepcional se convierta en una contraposición con la norma general.
Por ello, aún suponiendo lo que no es cierto, que el Presidente estuviera investido de la potestad de proponer reformas a la Constitución, tal facultad como excepcional que sería, tendría que estar sujeta a una interpretación limitada, precisa y nunca contraria a otras normas del más alto rango.
Por todo lo expuesto, considero que la desdichada propuesta presidencial para reformar la Constitución enviada al Senado, debe ser desechada, en primer lugar, porque quien la envía, no está legitimado para hacerlo.
Resuelto lo anterior, los legisladores federales podrán empezar a examinar y discutir las proposiciones que hayan recibido de quienes tengan facultad constitucional para hacerlo, entre otros, los miembros de la Cocopa.
El grave perjuicio que sufrirá el disminuido prestigio del presidente Zedillo no será responsabilidad ni del texto constitucional ni de sus redactores y aprobadores, sino exclusivamente de Zedillo por querer ejercer facultades que ni tiene, ni puede tener.