La Jornada 22 de marzo de 1998

Aquél

En la capilla ardiente sólo permanecen las mujeres. Hace rato que los hombres las dejaron solas para irse a montar guardia en la entrada de la funeraria o a recorrer las calles próximas. Están seguros de que aquél aparecerá en cualquier momento porque a estas horas no faltará quien le haya dicho que Berenice murió ayer, que ya le hicieron la autopsia y desde hace un buen rato descansa en su ataúd.

Algunos hombres decidieron ampliar su rondín hasta la salida del metro. Saben que aquél ya no tiene el vochito y que, si viene directamente de la casa, tendrá que bajarse en la estación Hidalgo. Y entonces, ¿qué? Su captor lo agarrará por las aletillas de la camisa, lo obligará a mirarlo de frente y le dirá: ¿Ya ves lo que hiciste, cabrón? Será suficiente para que aquél entienda que Berenice está metida en una caja gris por obra suya --lo dijo la autopsia: estallamiento de vísceras-- y tendrá qué pagar por su brutalidad, aunque sepan que con eso no le devolverán la vida a Berenice.

Reconocen que el hecho de que haya sido su mujer no autorizaba a aquél a destrozarla como si fuera la mesita que estrelló contra las ventanas una tarde en que se le subieron las copas y las sospechas. Se me hace que te estás burlando de mí. Se me figura que saliste a revolcarte con otro. No sé por qué presiento que me chingas la feria cuando me ves borracho.

Aquél sospechaba todo el tiempo. Lo saben muy bien los hombres que un día les ordenaron a sus esposas no ponerse a defender a Berenice y hoy montan guardia a la entrada de la funeraria, decididos a interceptar a aquél antes de que pueda subir a la capilla ardiente. Allí seria capaz de armar un escándalo, sin importarle que Berenice ya no pueda oírlo ni suplicarle que por favor no grite, que guarde compostura, que tenga comedimiento con las demás personas.

2

En cuanto se quedaron solas en la capilla las mujeres se preguntaron cómo reaccionará aquél cuando sepa lo ocurrido después que salió de la casa sin fijarse en la inmovilidad de Berenice, sin oír sus quejidos, sin notar el temblor de la mano en el desesperado intento de aferrarse a la pata de un sillón. Conociéndolo, las rezadoras tienen motivos para temer que aquél suba a trancos la escalera de granito, que se dirija sin titubeos a la capilla destinada a Berenice --aquél siempre ha tenido un olfato especial para descubrirla en sus escondites-- y la insulte porque se encuentra allí sin su permiso o por no estar levantada.

3

Así lo hizo un día en que regresó intempestivamente de un viaje: eran las cinco de la tarde cuando aquél entró en su casa y descubrió a Berenice en la cama. ¿Qué, no oíste que ya llegué? Orale, güevona, levántate a darme de comer. Fue inútil que ella le señalara el sitio de sus dolores, le describiera cómo le daba vueltas la cabeza. Luego, más que inútil, resultó contraproducente que le pidiera autorización para quedarse en la cama otro rato: Sólo unos minutitos, mientras me compongo.

La súplica bastó para sumar a la contrariedad de aquél nuevas sospechas. Furioso, apartó las sábanas de un manotazo. Como si quisiera empequeñecerse, Berenice dobló las piernas salpicadas de moretones. Al descubrir las marcas, aquél se preguntó quién habría dejado tales huellas en su mujer. Antes de contestarse sospechó traiciones y convirtió su furia en golpes que no cesaron ni cuando Berenice invirtió sus pocas fuerzas en recordarle que había sido él.

Berenice sabía cuál era el precio de decir una verdad que no fuese la que su marido esperaba. Por instinto se cubrió la cabeza con las manos. Su frágil escudo no le impidió escuchar la voz repentinamente serena de aquél: Si te acuerdas de que fui yo, también serás buena para acordarte de que si te golpeé fue porque me diste motivo. Dime: ¿tengo razón? Berenice asintió, pero no fue suficiente: a aquél le gustan las palabras completas, las cosas claras. Se lo recordó a su mujer y ella, temblorosa de fiebre y de miedo, le respondió: Dije que sí. Luego, como pudo, se levantó y se fue directo a la estufa. Antes de encenderla cerró la ventana para evitar que las vecinas pudieran darse cuenta, oír algo.

Al día siguiente aquél salió temprano de la casa. Les dio los buenos días a las vecinas y cuando tropezó con la portera le encomendó mucho a Berenice. Le dijo que al salir de viaje se iba preocupado por lo que pudiera sucederle a su señora mientras la dejaba solita. La portera apenas logró contener su asombro cuando aquél se le acercó al oído para explicarle sus razones: Mire, si entra en la casa un desgraciado ladrón y se lleva mi tele, mi estéreo o mi ropa no me importa; lo que me preocupa es que Berenice quiera impedir el robo y de coraje el tipo le dé un mal golpe o la mate.

La portera maldijo aquella conversación que le había devuelto tantos recuerdos tristes, todos relacionados con los gritos de Berenice. No quiero seguir viviendo así, no quiero. Díganle que me mate, díganle que acabe conmigo de una vez. Por favor ayúdenme, ayúdenme...

Las exclamaciones de Berenice se oían en el patio donde las mujeres, asustadas, se miraban unas a otras, preguntándose en silencio si debían o no intervenir, llamar a la patrulla, derribar la puerta que Berenice había golpeado tantas veces, cuando aquél se iba y en castigo la dejaba encerrada. ¿Por qué? Si Berenice o alguna de sus vecinas hubiera tenido el valor de preguntárselo, aquél de seguro habría contestado vaguedades. Esta vez será distinto.

En cuanto alguno de los hombres lo detecte --Segurito que viene en metro-- aquél deberá responder muchas preguntas. Tendrá que hacerlo después de que comprenda la frase que al principio lo desconcertará: ¿Ves lo que hiciste, cabrón? Desde luego, antes de interrogarlo, su captor deberá mantenerse alerta para impedir que la furia de aquél se transforme en espumarajos que le salgan por la boca, como ayer en la tarde:

Después de dos semanas fuera, aquél volvió a su casa y al no encontrar a Berenice fue a buscarla con sus vecinas. Cuando les preguntó si habían visto a su esposa, todas mintieron. La satisfacción de haber burlado al energúmeno se derrumbó en cuanto lo vieron dirigirse a la azotea. Iba escupiendo maldiciones y espuma, tan decidido a encontrar a Berenice que al instante la descubrió metida en el tinaco. Se había refugiado allí cuando un sobrino llegó a decirle: aquel está tomando. Ya viene para acá.

Otro hombre, en idénticas circunstancias, habría preguntando algo para explicarse la rara conducta de su mujer. Aquel simplemente se entregó a sus sospechas. ¿Por qué te escondes, perra? Has de haber hecho algo malo. Me lo vas a decir, aunque tenga que sacártelo a patadas.

Sin atender a las súplicas, aquél tomó a Berenice por los cabellos. La obligó a salir del tinaco sólo para golpearla. Siguió haciéndolo mientras descendían por la escalera y después de que entraron en la casa. Mientras los gritos de Berenice escapaban libremente por las ventanas, su cuerpo permaneció indefenso, atrapado entre las paredes y la furia de aquél. Luego Berenice se desplomó y ya no tuvo fuerzas para levantarse, ni siquiera cuando alcanzó a escuchar la orden: levántate. Te estoy diciendo que te levantes. ¿Que esperas? Ya no se escuchó nada más. El silencio duró apenas unos minutos, hasta que resonaron los pasos de aquel en dirección al zaguán.

Las mujeres que ayer dudaron otra vez entre si debían o no intervenir en favor de Berenice hoy rezan ante su cadáver deshecho.

Los hombres que ayer les repitieron a sus esposas la prohibición de meterse en pleitos ajenos hoy acechan a aquel. Están decididos a atraparlo, a llevarlo entre todos hasta la capilla ardiente para decirle allí: ¿Ves lo que hiciste, cabrón?