En 1931 la productora cinematografica Universal convocó para descubrir al vampiro perfecto. Después, los ejecutivos tendrían que batallar para conseguir los derechos de Drácula, de Bram Stoker.
La cola para el casting debe haber sido un acontecimiento: decenas de aspirantes a vampiro, buscándose un lugar en la maquinaria de Hollywood, vestidos de lujo, bajo el sol tirano de California.
Bela Lugosi, actor húngaro que emigró a Estados Unidos en busca de mejores horizontes, estaba tan interesado en el papel que comenzó una relación epistolar con la viuda de Stoker; quería obtener una rebaja en el precio de los derechos de la historia, que entonces era de 200 mil dólares. La viuda flaqueó ante la seducción de ese húngaro necio que no hablaba inglés, o quizá se aburrió de tantos meses de elogios en una lengua que no entendía: el asunto es que la rebaja fue de 160 mil dólares.
Universal no pudo rechazar la oferta de aquel húngaro pálido que ofrecía semejante ganga, a cambio del papel estelar en la película. A partir de ahí Bela Lugosi se convirtió en el vampiro cinematográfico por excelencia; antes ya había logrado esa excelencia en su vida personal: su casa era por dentro una cueva, dormía colgado o en ataúd y su círculo íntimo de amistades era el elenco vampírico de sus películas.
Un pájaro es incapaz de levantar el vuelo, si ha sido mirado por un vampiro, dice una vieja creencia ucraniana. Nada más las palomas logran salvarse de esta contrariedad. Lugosi se rodeaba de mujeres que eran antítesis de palomas, para que no volaran del elenco de sus películas. Lya de Putti y Theda Bara, más vampiras que otra cosa, eran sus colegas de rigor, mientras que Helen Chandler, más paloma que nada, volaba siempre en busca de oportunidades menos oscuras. Vicente Huidobro, poeta chileno militante del creacionismo y autor de esa cima poética de nombre Altazor, viajo a Hollywood, después de que Lugosi engatusara a la viuda, con la idea de aplicar su mirada de vampiro principiante sobre algunas pájaras de su preferencia que había admirado, boquiabierto, en la pantalla de un cine en París.
Huidobro era de armas tomar, había abandonado la fortuna de su familia en Chile, que contaba entre otras cosas con los viñedos que producen un vino que puede comprarse ahora en los supermercados, y a cambio se había robado a su novia, con todo y niño, y embarcado rumbo a Europa en busca de fortuna. Altazor fue para el mundo más que una fortuna. Un dato habla bien de Huidobro: Pablo Neruda hablaba mal de él.
El benedictino y máxima autoridad en vampiros Dom Agustín Calmet, autor de Dissertations sur les apparitions des espirits et sur les vampires (1749), simplificaba cómodamente el origen de estos personajes: los vampiros abundan en Hungría, Moravia, Rumania y Silesia porque sus pueblos se alimentan de comidas malas y están sometidos a ciertas dolencias ocasionadas por los alimentos.
Nadie sabe bien qué sucedió con la incursión vampírica de Huidobro. Se sabe, a juzgar por la poca monta de los resultados, que su vampirismo tan teórico como raquítico no le alcanzó ni para una velada con Bela, que en esa época de cine de terror ingenuo era capaz de darle un susto al miedo. Tampoco sus miradas evitaron el vuelo de ninguna pájara, al contrario, Lya de Putti, que era por cierto paisana de Lugosi, y Theda Bara, se dedicaron a revolotear alrededor de su cuello, pilar natural del creacionismo. De lo poco que quedó de aquel viaje es una foto de Huidobro que sonríe mientras huye del abrazo de Theda Bara, cuyo nombre y apellido eran anagrama de una sentencia que obligaba, efectivamente, a sonreír mientras se huía: arab death (muerte árabe).
En agosto de 1956, Bela fue internado en una clínica de Los Angeles, en una habitación de lujo que contaba con el muy reciente invento de la televisión. ``Tendrán que explicarme por qué meconsideran loco por el solo hecho de creerme el conde Drácula --dijo-- porque todos los que salen en esa caja (y aquí señalaba el televisor) son mucho más absurdos y están más locos que yo''.
El 16 de agosto murió en esa misma habitación pronunciando sus últimas palabras: ``Yo soy el conde Drácula, el rey de los vampiros, soy inmortal''. Según el historiador de cine Jean Boullet, un vampiro, afelpado y gigantesco, abandonó el hospital justamente en el momento de su muerte.
Huidobro regresó a Madrid después de comprobar que su mirada era incapaz de impedir el vuelo de aquellas mujeres fantásticas. ``Poeta a tus poemas'', se dijo, sintiéndose un poco zapatero.