Horacio Labastida
El proyecto presidencial es inconstitucional
En el México de hoy se ha venido consolidando más y más una conciencia favorable a la paz y la justicia, muy enraizada en profundos sentimientos de la nación. Morelos, Zapata y Cárdenas proclamaron la justicia como fuente esencial de la paz, pues sabían muy bien que las guerras y la furia del odio tienen como causa la desigualdad que ha prevalecido en nuestros 187 años de vida independiente. El caudillo insurgente sugería a López Rayón la necesidad de resolver el conflicto sin el intermedio de las armas y con el convencimiento de las gentes, para asegurar justicia y paz; estrategia imposible ante la brutalidad de Calleja y la arbitrariedad de la justicia civil y eclesiástica de la Nueva España. No es otra la connotación del compromiso de Lázaro Cárdenas con su pueblo, expresado en la idea de lograr en México una civilización justa.
El problema en nuestros días es extremadamente grave. La secular partición en una sociedad de minorías cada vez más ricas y de mayorías cada vez más pobres se ha agudizado en la medida en que la política presidencialista saltó al neoliberalismo del TLC, rompiendo apuntalamientos económicos y culturales propios a cambio de tratar de cimentar al país en la tambaleante lógica del capitalismo trasnacional escudado en el gobierno norteamericano, cuyas críticas tribulaciones muéstranse en las contradicciones que sufre una sociedad donde una creciente productividad tecnológica creadora de una abundancia sin precedentes, se da al lado de rápidos aumentos en el desempleo, en los trabajos por contrato o de tiempo parcial y en una generalizada disminución del salario real acompañada de obligadas ampliaciones en las jornadas laborales. Se trata de una antinomía estructural del capitalismo avanzado y de un preocupante punto de partida hacia inestabilidades de consecuencias imprevisibles. Este es el perfil de la economía globalizada que hasta antes de 1994 nos sonreía al abrirnos las puertas, según el espíritu de Houston, hacía el primer mundo.
Naturalmente el hilo se rompió en el punto más débil. La depauperización de los pueblos indígenas ha alcanzado grados increíbles, y es el EZLN de enero de 1994 el que levantó el grito de protesta e hizo un llamado a la lucha en favor de la vida digna y justa reclamada por los indígenas para los mexicanos, lucha militar pronto transformada en una lucha civil y pacífica por la dignidad, la democracia y la justicia, en un marco de entendimiento y diálogo entre el propio EZLN y el gobierno. En este ambiente surgieron las reuniones de San Andrés y los convenios sobre derechos y cultura indígena, aprobados por las partes; quedaron pendientes los otros temas. Para dar curso a las resoluciones de la mesa 1, una comisión del Poder Legislativo, la Cocopa, independiente de las partes, con el material de San Andrés elaboró el proyecto de reformas constitucionales ahora desechado por el gobierno, con el pretexto de que no interpreta correctamente el significado de los acuerdos. En sus propias oficinas y sin discusión con los zapatistas, el gobierno formuló el proyecto que recientemente fue entregado al Senado de la República.
Las siete observaciones que ha hecho la Conai a la propuesta presidencialista (La Jornada, Núm. 4861) son jurídicamente inobjetables al probar que la propuesta es distinta a lo convenido en San Andrés; pero es indispensable agregar que al demandarse del Poder Legislativo restricciones a las libertades civiles y políticas de los pueblos indígenas, se está solicitando, en el caso de aprobarse la ley respectiva, la sanción de un acto anticonstitucional y nulo de pleno derecho por provenir de autoridades incompetentes de origen. Acotar, por ejemplo, la autonomía de los pueblos a la comunidad, es privarlos de la prístina soberanía que les corresponde como parte de la nación: artículo 39 de la Carta de 1917. El artículo 135 de la Ley Suprema únicamente faculta al legislador ordinario para sancionar reformas constitucionales no sustantivas, o las que amplían los derechos del hombre y del ciudadano, pero nunca para purgarlos o angostarlos, o bien para cambiar disposiciones sustantivas, pues esto sólo lo puede hacer el Constituyente en ejercicio del poder original que recibió del pueblo para organizar políticamente a la nación. Admitir la equivocada tesis de que nuestro congreso ordinario es un indiscriminado constituyente permanente resulta tan absurdo que por esta vía llegaríamos a destruir la esencia misma del Estado: con una propuesta presidencialista más la dependencia del Legislativo respecto del Ejecutivo, podrían cambiarse los artículos 40 y 41 constitucionales, convertir a la república en una monarquía y entregar al órgano ejecutivo la totalidad del poder del Estado, con exclusion de legisladores y jueces. Rechacemos el huevo de la serpiente, hagamos respetar la independencia de los poderes y sus competencias constitucionales, y pongámonos a analizar el proyecto de la Cocopa en el seno del Congreso, sin olvidar por supuesto los límites del mencionado artículo 135.
La conclusión es obvia. El Congreso no puede aprobar el proyecto presidencial porque no puede realizar actos anticonstitucionales; en cambio, sí puede discutir los acuerdos de San Andrés en los términos del texto Cocopa.