Carlos Martínez García
Iglesia católica y valores culturales

A los prelados de la Iglesia católica mexicana, particularmente obispos, arzobispos y cardenales, les cuesta trabajo aceptar que nuestra sociedad es plural en todos los órdenes. Debido a esa pluralidad creciente, los ciudadano(a)s hace mucho que dejaron de tomar a pie juntillas las orientaciones éticas de los clérigos.

La reacción de la cúpula clerical ante la diversidad valorativa que hoy caracteriza a la nación mexicana, es tratar de contenerla por medio de amenazas, descalificaciones y hasta abiertas ofensas. Los altos funcionarios eclesiales no están acostumbrados a dialogar, en condiciones de igualdad, con las personas que tienen puntos de vista opuestos a las enseñanzas del catolicismo romano. La incapacidad es mayor cuando se trata de entrar en debates con los intelectuales, que mayoritariamente tienen convicciones distintas a las sustentadas por la Iglesia católica. Mientras el peso político de la institución religiosa mayoritaria es grande en México, la presencia de la misma en las conciencias de la ciudadanía es más bien endeble. En este sentido es que podemos hablar de que la batalla cultural arroja saldos negativos para la Iglesia de Roma. Los mexicanos son católicos a su manera. Tienen una intensa religiosidad interna, pero externamente en su vida diaria evidencian un alejamiento moral de las posturas del Vaticano.

En un interesante artículo, aparecido en La Jornada Semanal (18 de enero), Gabriel Zaid escribió acerca de la brecha existente entre las creencias católicas y la poca expresión cultural de ellas en la sociedad mexicana. Es importante tener en cuenta que Zaid es uno de los pocos intelectuales católicos, confeso y practicante, que tiene una reconocida presencia en el ambiente cultural mexicano. El autor de Los demasiados libros, aboga porque la fe esté abierta y en diálogo con el mundo. El parroquialismo es incapaz de construir las explicaciones que demanda el mundo contemporáneo. Al contrario, sólo lanza órdenes que pocos están dispuestos a observar. En el proceso, la autonomía moral/cultural de quienes se dicen católicos crece y se profundiza. Ese es el costo para la Iglesia católica por no entender la enorme diferencia que existe entre el templo y la plaza pública. En palabras de Gabriel Zaid: ``El liderazgo no es sólo voluntad y carisma. Depende de las imágenes y símbolos; de constructos teóricos; de la creación de formas originales de ver las cosas, sentirlas, hacerlas, vivirlas. Muchas conversiones al marxismo, al psicoanálisis, al positivismo se explican por la conciencia de una realidad innegable, frente a la cual muy poco tienen que decir las ideas, sentimientos y creencias disponibles. Se explican, finalmente, por la falta de creatividad artística e intelectual del mundo católico [....] Así se paga la falta de liderazgo cultural''.

En los diversos temas de interés nacional los altos clérigos sentencian, creen que nada más por su investidura quedan exentos de argumentar y la gente está en la obligación de obedecer sus dichos. Entre nosotros es casi imposible que pudiera darse un intercambio de ideas como el de Umberto Eco y Carlo Maria Martini, cardenal de Milán (recogida en el libro ¿En qué creen los que no creen?) en torno a los fundamentos de la ética, el aborto, los derechos de las mujeres y otros tópicos. La altanería de quienes dominan en el Episcopado mexicano hace inconcebible un diálogo entre sus representantes y el mundo intelectual. Es así por la sencilla razón de que los ministros religiosos no ven a sus críticos como interlocutores, sino los tienen por enemigos propagadores del secularismo disolvente de los valores tradicionales. Cualquier lector atento a los pronunciamientos de los líderes eclesiásticos sabe que una de sus normas es lanzar invectivas y anatemas contra quienes desafían la idiosincrasia del mexicano, la que definen como intrínsecamente unida a las enseñanzas católicas.

Por si hiciera falta ejemplificar nuestras afirmaciones, basta con citar la reciente declaración del nuncio Justo Mullor. El representante de Juan Pablo II consideró que aman como animales quienes hacen uso en sus relaciones sexuales de recursos rechazados por la Iglesia católica, como el condón. No hay ejercicio de persuasión, en el que se tiene tanto el derecho de hablar como el deber de escuchar al otro. Lo que hay es un monólogo sordo y ganas de aniquilar a los heterodoxos.