Indígenas de La Realidad entierran estacas como defensa antiaérea
Hermann Bellinghausen, enviado, La Realidad, Chis., 20 de marzo Ť Ante la inminencia de una irrupción aérea de las fuerzas armadas sobre esta comunidad, los indígenas han optado por sembrar estacas en la explanada del Aguascalientes y en el patio donde está la escuela que colapsó el mes pasado otro helicóptero (en aquel caso del gobierno de Chiapas, y al servicio de Tv Azteca).
Decenas de palos enhiestos de tres y cuatro metros de alto, algunos afilados de la punta, como lanzas, esperan el eventual descenso de los helicópteros, que llevan una semana sobrevolando a escasa altura el caserío de La Realidad.
El hostigamiento es directo sobre el Aguascalientes. En particular es así en el caso de un helicóptero azul, que aparece al mediodía y se deja ir en picada casi hasta la altura de los postes de alumbrado. Es decir, menos de 10 metros.
--Cualquier vez se llevan un techo --teme doña Carmen.
Desde las 8 de la mañana, la gente de La Realidad puso hoy sus ojos en el cielo. Al poco rato apareció el primer avión, aparentemente de pasajeros, en color blanco con una franja azul y una decena de ventanillas por donde asomaban cabezas.
Los tripulantes de los helicópteros que están apareciendo más tarde visten camisetas verde olivo y en ocasiones asoman tan cerca, que las facciones se les distinguen. A esa hora empiezan a llorar los niños chicos, mientras los más grandes suspenden sus juegos. La cara de las señoras se vela bajo la angustia, aunque hoy doña Rosario sonreía a pesar suyo viendo al Julio arrojándole piedras al helicóptero.
Esta mañana, sólo el avión blanco y de franja azul dio seis vueltas consecutivas, por espacio de una hora; la última, en picada desde las laderas.
El Arava, negro y de cola bífida, sobrevoló tres veces. Lento, silencioso, como si estuviera sostenido de un hilo. Viéndolo perderse por última vez rumbo a Guadalupe Tepeyac, don Lorenzo dice, parcamente:
--Hoy estamos más preocupados que ayer.
Ha de ser, porque hoy nadie quiere hablar y los niños se mantienen cerca del nido materno. La abuela de Rosaura tiene la rodilla hinchada, está en un grito de dolor reumático y la rodean, la mañana entera, cuatro de sus hijos y más de diez nietos. No alza la vista cuando se deja venir el segundo helicóptero. Se mira en cambio su inmensa articulación rotuliana y la acaricia como a una bola mágica, que por fortuna no lo es. Quién sabe si con razón, culpa al espanto de su crisis artrítica.
A las afueras del abandonado pueblo de Guadalupe Tepeyac, junto a la pista aérea que resguardan cuatro vehículos artillados, un retén de Inteligencia Militar de la Sedena efectúa una exhaustiva revisión de vehículos y viajantes a lo largo del día, en aplicación de la Ley Federal de Armas de Fuego y Explosivos.
De hecho, el retén controla el acceso por tierra a La Realidad y lleva registro de quién entra y quién sale del asediado ejido, que es cabecera del municipio rebelde San Pedro de Michoacán, y también el lugar donde el subcomandante Marcos hizo su última aparición pública, hace casi un año.
--Los estamos esperando nomás --dice Juan con el alma en un hilo. Y don Lázaro, rompiendo por última vez su pertinaz mutismo bajo el cobertizo de la tienda, señala con pena:
--¿Qué otra cosa podemos hacer?