El comandante Manuel Piñeiro Lozada era ya una leyenda cuando trabamos amistad en 1970. Muy conocido en círculos de izquierda latinoamericanos e internacionales y, por supuesto, en la CIA, no obstante su alergia a los reflectores yo era dirigente de la Juventud Comunista, devenido ``a la carrera'' director del diario habanero Juventud Rebelde y él se aficionó a visitarnos a medianoche para comentar las noticias del día. Llegaba hambriento dispuesto a asaltar sin piedad nuestra famélica despensa. Con frecuencia acompañaba más tarde a Barbarroja hasta su casa, donde la tertulia podía prolongarse hasta el amanecer. El mito me sería revelado ahora en carne y hueso. Intuitivo, poseía una simpatía y una inteligencia nada comunes con frases entrecortadas disparaba agudas observaciones, que remataba con voz ronca, tartamudeando a veces. Ajeno al dogma y a la ortodoxia, poseía un irreverente sentido del humor y su alegría contagiaba piel y barba rojizas, como guerrero vikingo, aunque descendiente de gallegos voluntariosos. Temerario y díscolo, a ello debió más de un desaguisado, pero aciertos también. No rebasaba entonces la treintena.
Convencido de la necesidad de un proyecto revolucionario ligado a las raíces cubanas, latinoamericanas y caribeñas --sin desdeño del acervo universal-- admiraba por su firmeza y entrega a los militantes de los viejos partidos comunistas, pero era muy crítico de su frecuente rigidez y dócil aquiescencia a los humores de Moscú.
Fue una pieza clave en la defensa de la joven revolución de la conjura sin precedentes montada por los servicios especiales de Estados Unidos. Organizó un aparato que vertebró las relaciones de Cuba con los revolucionario de otros países, facilitándoles entrenamiento militar, documentos falsos, armamento e infraestructura, además de cumplir importantes funciones políticas. Consideraba este apoyo un deber moral del Estado cubano. Le tocó, durante largos años, ser ejecutor de políticas objeto de amargas discrepancias con los soviéticos.
La conspiración y la lucha guerrillera eran su medio natural. En ellas había coronado sus años formativos. Pero no rendía culto a la violencia ni era un fundamentalista. Podría recomendar pruden- cia y actuar como abogado del diablo ante los que proponían las soluciones más tremendas.
Buscaba el cuestionamiento de sus colaboradores, a menudo talentoso, y le molestaba que aceptaran pasivamente sus criterios Estimulaba la herejía y llegó a valorar la investigación y el pensamiento crítico como instrumentos imprescindibles en la formulación de estrategias y en la rectificación de errores.
No fue un teórico ni un ideólogo pero su sensibilidad política e inquietud intelectual y su proximidad a Fidel Castro hicieron que el guerrillero ``total'' de los primeros tiempos cediera el lugar a un revolucionario maduro que percibía la importancia de todas las opciones, y de su audaz combinación, en las luchas de liberación nacional.
En virtud del agudo enfrentamiento de la década del 60, su energía se concentró principalmente en apoyar los movimientos guerrilleros, pero no subestimaba otras formas de resistencia contra el enemigo del norte. El proceso nacionalista de los militares peruanos, el desafío torrijista por el rescate del Canal de Panamá, el gobierno popular del general Torres en Bolivia. Su afinidad con el Movimiento de Izquierda Revolucionaria y la amistad con su líder Miguel Enríquez no menoscabaron sus vínculos con el resto de la izquierda chilena ni disminuyó su fraterna relación con Salvador Allende. Trató de que encontraran un punto de equilibrio que potenciara lo más útil de las distintas tácticas en la promoción de la vía electoral, y más tarde en la preservación del gobierno de la Unidad Popular.
Corresponderá a los historiadores profundizar en el tema, pero me atrevo a afirmar que Piñeiro ocupa un sitio importante entre los hombres y mujeres que lucharon en el seno de la revolución cubana por mantener --pese a la alianza con la Unión Soviética-- la autonomía y autenticidad, que no obstante tantos inconvenientes la han salvado de acompañar a los socialismos ``reales'' al despeñadero. Aunque compartía esa inevita- ble alianza, fue contrario a las actitudes facilistas, receptivas a los cantos de sirena que desde el Kremlin invitaban al calco y a la subordinación. Le costó no pocos sinsabores.
Aun es temprano para fijar el saldo completo que deja este hombre, tan controvertido tan implicado --por su enorme responsabilidad y su raigal cubanía-- con las virtudes, defectos y errores de más de una generación de compatriotas y los de la revolución misma.
Basta añadir por ahora que, protagonista insigne del desigual duelo de David contra Goliat, fue fiel a sus convicciones hasta el último aliento. La leyenda vive.