Juan Arturo Brennan
El héroe, la traidora y el sacerdote

Al menos en teoría, la combinación de un Plácido Domingo, un presidente de la República, un estado mayor, una función de beneficencia, un público tan pudiente como inculto y un banquete de gala, debía ser más que suficiente para estropear cualquier intento de hacer música decorosamente. Sin embargo, los organizadores fueron hábiles y los hados benévolos, y la función especial de Sansón y Dalila en Bellas Artes resultó básicamente exitosa. Como casi toda la música de Camille Saint-Sa‘ns, esta ópera se presta más a la contemplación intelectual que a la participación emocional; ello se debe a que, salvo en momentos contados de su producción, el compositor francés no supo tejer hilos de pasión por debajo de su fino artesanado musical.

Aun así, Sansón y Dalila tiene algunos rasgos ciertamente interesantes. Por ejemplo, el dramatismo contenido del inicio de la ópera, a cargo de un coro oscuro y trágico, y el terceto del primer acto, en el que la combinación de mezzosoprano, tenor y bajo produce una rica coloración sonora. En un plano más general, se agradece a Saint-Sa‘ns haber urdido para Sansón y Dalila un discurso musical continuo que, sin llegar a extremos wagnerianos, sí da a su obra una notable fluidez, además de que impide las constantes interrupciones de los villamelones. Esa fluidez es más notable en el segundo acto, el más intenso y completo tanto en lo vocal como en lo teatral.

Al centro de todo esto, la presencia del gran tenor español Plácido Domingo, en un muy esperado retorno después de más de una década de no cantar ópera en México. La hipérbole publicitaria y el reciente descalabro de Luciano Pavarotti en su visita a nuestro país hicieron que más de un escéptico se preparara para lo peor, pero en esta ocasión los abogados del diablo perdieron el juicio. Plácido Domingo cantó un Sansón poderoso, expresivo, teatralmente hábil y, como es su costumbre, con un muy buen sentido del timing escénico y musical. Su presencia en esta función confirmó que si algunos de sus colegas famosos ya van de bajada (y de salida), Plácido Domingo es todavía un tenor dominante y en pleno ejercicio de una madurez musical largamente añejada.

Por su parte, la mezzosoprano estadunidense Barbara Dever hizo una Dalila vocalmente muy amplia y con mucha proyección, a la que quizá pudo pedírsele una actuación más dinámica sobre las tablas de Bellas Artes. Ahora bien, los panegíricos a la pareja protagónica (merecidos, por cierto) han impedido en general que se mencione otro punto a favor de esta producción de Sansón y Dalila: la espléndida presencia del barítono veracruzano Genaro Sulvarán interpretando con la solidez y profundidad que ya le es característica al maquiavélico sacerdote filisteo de la historia bíblica.

Habrá que confirmar esa consistencia suya en la producción de Un baile de máscaras, de Verdi, que se estrena mañana en Bellas Artes. El resto del reparto, simplemente correcto y, en algunos casos, con problemas de dicción en la lengua francesa. Por su parte, Guido Maria Guida hizo una hábil lectura de la partitura, manteniendo a su orquesta a una buena altura, aunque no la misma que alcanzó en el memorable Tristán wagneriano de 1996.

Un asunto digno de ser mencionado es el hecho de que, a la luz de lo bailado en las dos escenas dancísticas de Sansón y Dalila, queda claro que urgen nuevas y más modernas concepciones coreográficas al interior de los espectáculos operísticos. Sobre todo en la Bacanal del tercer acto, la danza quedó lejos del erotismo salvaje que, supuestamente, va implícito en la historia y en la música de Saint-Sa‘ns. Desde el punto de vista teatral, Sansón y Dalila resolvió con acierto lo fundamental, incluyendo un muy espectacular derrumbe final, aunque la elipsis de hacer que el momento culminante del corte de cabellera ocurra fuera de la escena no es para nada satisfactoria; más bien, se antoja como un reto teatral importante, que habría que resolver a los ojos del mundo entero y no tras bambalinas.

La función fue suficientemente interesante que hasta en el programa de mano fue posible hallar material para el comentario; en la muy buena nota de Eduardo Lizalde destacan un par de comparaciones interesantes: la de esta Dalila con la Salomé de Strauss (personalmente, prefiero a Salomé, por razones tanto teatrales como musicales), y la del legendario Sansón de antes con el no menos legendario Supermán de hoy. En suma, una buena función de Sansón y Dalila, y una confirmación cabal del alto nivel de consistencia en el que Plácido Domingo se mantiene, cosa de lo que no pueden ufanarse algunos (y algunas) de sus colegas.