Impactante ceremonia, viajera, la realizada en el Museo de la Ciudad de México, en la que el gobierno capitalino constituyó a esta urbe de nuestras angustias en refugio para escritores perseguidos. Motivo trascendente, invitados de lujo, vibrantes discursos: Cárdenas defendiendo la tradición del asilo (que en estos días de vascos entregados a la furia española es casi mentar la soga en casa del ahorcado), Fuentes aludiendo nada veladamente a la cacería de extranjeros incómodos, Saramago ``injeriéndose'' una vez más para recordar el escaso cobijo que el techo mexicano brinda a sus indígenas (dijo los de Chiapas, pero igualmente hubiera podido citar a los mazahuas o los otomíes que quizá en ese instante estarían pregonando chucherías o pidiendo limosna a las puertas mismas de ese imponente recinto).
No pude evitar imaginarme lo apropiado que hubiera sido para este acto el hoy Archivo Histórico de la Ciudad, ese Palacio Negro de Lecumberri que en tiempos para muchos ya casi olvidados pudo encerrar los cuerpos pero no las ideas ni las palabras de Víctor Rico Galán, José Revueltas o Heberto Castillo. O pensar en ese estacionamiento, no demasiado lejos de ahí, donde un siniestro sicario supo reptar hasta la espalda de Manuel Buendía para silenciar una pluma tan ingrata a los vendepatrias y los ultras. Lugares que nos recuerdan, mal que nos pese, lo poco acogedora que ha sido a veces nuestra metrópoli para los mexicanos, que se han tomado en serio el compromiso de decir y actuar como su conciencia les dicta.
Bienvenidos, pues, a este paraíso de imecas los escritores perseguidos por la ira de sus gobiernos o la saña de fanáticos ubicados dentro o fuera de las fronteras de sus países. Pero ¿podrá ser nuestro Distrito Federal puerto seguro para aquellos que hoy desafían dentro de sus límites la versión oficial sobre los problemas nacionales, los que se atreven a abogar por los desposeídos y despreciados, los que irritan con sus perspicacias y suspicacias a quienes intrigan en corredores palaciegos, los que exhiben la mojigatería e intolerancia de los jerarcas eclesiásticos o de las autoridades de derecha?
Saramago se va sano y salvo, Fuentes entra y sale imperturbado, al amparo de su inmenso y bien ganado prestigio. Pero otros, quizá menos famosos, pero igualmente valiosos y valientes, se quedan aquí, a merced de cualquier membrete distribuidor de carteles con denuestos e infundios, solapado por algunos funcionarios que hoy despotrican contra ``esos que quieren dividir a los mexicanos''. ¿Podrá nuestra acosada ciudad, viajera, con la buena voluntad del ingeniero Cárdenas, ser refugio para todos?