La Jornada viernes 20 de marzo de 1998

Carlos Monsiváis
Un saludo

Hace muy poco padecimos en México la mala puesta en escena del intento de revivir o, mejor, de inventar la xenofobia de fin de siglo, sentimiento nunca muy profundo en el país, ni siquiera cuando a la luz del nazismo se le quiso dar vida al rencor antisemita. Algunos funcionarios gubernamentales y algunos sectores de la extrema derecha, a partir de una farsa montada en Chiapas, calificaron a los extranjeros de amenaza campante contra la pureza de los indios o inditos, según ellos, tan controlables por su ignorancia, tan débiles en la defensa de nuestra identidad y nuestras raíces, tan debilísimos y frágiles al parecer.

Sin previo juicio y sin probar mínimamente las acusaciones, se expulsó a varios extranjeros (nótese el énfasis sombrío de la palabra) por atentar contra el Estado y el pueblo de México con delitos tan graves como el apoyo asistencial a las comunidades y la expresión de sus puntos de vista.

Los orquestadores de tales andanadas esperaban embarcar a la sociedad en una campaña que los legitimase al situar como principal agitador a El Otro, el instruso que se aprovecha de la maleabilidad mexicana, de la conciencia deshabitada de la nación. Si se descuenta la suprema arbitrariedad de las expulsiones, fracasó rotundamente la operación de la limpieza mental de sangre.

Nadie los siguió o apoyo y nació muerto su intento de reactivar belicosamente el chovinismo. ¡Ah, se me olvidaba! Si consiguieron algo, divulgar masivamente el termino xenofobia. Y más bien se reafirmó una de las grandes tradiciones mexicanas: la de la hospitalidad, la de la recepción cálida a quienes se interesan por el país y sus problemas, y a quienes huyen de la intolerancia criminal, como ha sucedido con los judíos en los años veintes y treintas, con los españoles de la República, con los norteamericanos perseguidos por el macarthismo con los guatemaltecos, venezolanos, brasileños, argentinos y chilenos hostigados por las dictaduras. Todos ellos nos han beneficiado culturalmente. Interviniendo en la construcción de nuestra pluralidad. Y hoy refrendamos esta tradición de gobiernos y pueblos al declarar a la capital Ciudad Refugio de Escritores. Una vez más se prueba lo evidente: si ni la literatura ni el arte tienen o pueden tener fronteras, tampoco, y por las mismas razones, las tienen la solidaridad, la hospitalidad y el diálogo con los perseguidos.