Achto niyolcueponi
sateipan nixmiqui.
(Antes de marchitarse
el corazón florece.)
Poesía náhuatl
Tiempos difíciles vive la nación mexicana. El diálogo por la paz en Chiapas se ha vuelto complejo, espinoso, riesgoso. No obstante las opiniones y propuestas de la sociedad civil y de las organizaciones indígenas, el diálogo continúa empantanado. En el fondo, lo que se refleja es una actitud cerrada del Ejecutivo federal.
Cuando sus representantes tenían que dialogar en las Mesas de San Andrés no lo hicieron; escucharon las propuestas y las firmaron, pero no con la conciencia de que tenían que cumplirlas; se cayó en la simulación. Lo que estamos viviendo hoy es la consecuencia de los errores de ayer.
Dos conceptos preocupan e incomodan al Ejecutivo federal y a algunos sectores de la sociedad mexicana: el concepto de pueblos y el concepto de autonomía. La noción de pueblos es lo único que nos queda en nuestra larga historia de naciones (prehispánicas) oprimidas; renunciar a ella, es renunciar a nuestro destino histórico. Es más, este concepto está aprobado de antemano por el gobierno mexicano desde 1990, con la ratificación del convenio 169 de la OIT. El concepto de autonomía es el marco social y jurídico que necesitamos para sacudirnos el yugo colonial que aún nos oprime: necesitamos aprender a caminar solos, unidos de la mano con el resto de los mexicanos. Y cuando nuestros pueblos plantean la autonomía no están pensando en desmembrar a la moderna nación mexicana. Si hay alguien arraigado a la nación, ésos son nuestros pueblos; ellos aman este territorio como a Totlanantzin: nuestra madre tierra.
Por eso, debe preocuparnos las implicaciones de la iniciativa de ley emitida por la Presidencia de la República sobre derechos y cultura indígenas. En cambio, no preocupa tanto la propuesta del PAN porque, al fin y al cabo, es un partido que heredó la vocación conservadora de la élite gobernante del siglo pasado.
Insisto, aprobar la iniciativa en los términos en que está planteada, sería riesgoso y constituiría un error histórico, no sólo para el Ejecutivo que representa al Estado mexicano, sino para la nación entera: está en juego no sólo el destino de los pueblos indígenas, sino de toda la sociedad mexicana.
Por eso, el Ejecutivo federal debe abandonar su actitud impositiva para propiciar un diálogo amplio con las Cámaras federal y local, con la sociedad civil, con las organizaciones indígenas, con las universidades, con los sindicatos; en fin, con los distintos sectores sociales para no aprobar una ley muerta.