Jorge Camil
Chiapas: el fantasma autonómico

Ultimamente, los mexicanos vivimos agobiados por la paranoia de la soberanía. Mientras políticos y juristas europeos redimensionan --en el contexto del Tratado de Maastricht, por supuesto-- el concepto tradicional de soberanía, los mexicanos imaginamos asechanzas contra nuestro derecho a la libre determinación en cada extranjero que desembarca armado con un aparato fotográfico. Cuando los europeos desempolvan --ya nada es sagrado-- todas las coordenadas de la vida democrática: ciudadanía, autonomía, soberanía, nación y Estado, para adaptarlas, entre otras, a la realidad supranacional de la unión monetaria, los mexicanos, sin restañar las heridas ocasionadas por el Tratado de Libre Comercio (TLC), pretendemos abrazar la globalización económica refugiados en el acogedor ``nacionalismo revolucionario'' de mediados de siglo. O sea, ¡la esquizofrenia!

En una conceptual entrevista concedida por Felipe González a Luis Hernández Navarro de La Jornada (9/3/98), el ex presidente de España reconoció la necesidad de ``desacralizar'' el concepto de soberanía. ``No para perderla --aseguró-- sino para redimensionarla''. Después, advirtiendo los peligros de la esquizofrenia y la contradicción, el líder socialista reconoció el predicamento de algunos políticos que van a la ciudadanía con la buena nueva de la supranacionalidad --a la Maastricht, a la TLC-- pero mantienen incólume el discurso hipernacionalista. No está solo el carismático ``Felipillo''. La mayoría de los parlamentarios europeos reconocen que la transferencia de competencias de las naciones individuales hacia la Comunidad Europea ha modificado sustancialmente la naturaleza de los Estados nacionales (¡analicemos cuidadosamente las modificaciones a nuestro propio sistema jurídico impuestas por el TLC!). ¿Y cómo redimensionar la soberanía sin modificar el federalismo de la represión (revelado al desnudo por la tragedia yugoslava)? Para evitar sus efectos, Canadá se ha lanzado a buscar un neofederalismo democrático que permita la coexistencia pacífica de un mismo territorio entre la nación anglo-canadiense y la franco-canadiense.

``La política siempre rebasa a lo jurídico'', dice con sabiduría milenaria Anne Legaré en un polémico ensayo titulado La soberanía: ¿un concepto pasado de moda? Y tiene razón. ¿Es saludable permitir que los remilgos jurídicos se interpongan en el camino de la apertura democrática? ¿Qué tan insalvables son las supuestas ``limitaciones constitucionales'' contenidas en el artículo 4¼, inspiradas por un maniqueísmo político que promovía furiosamente la globalización, mientras le otorgaba a las etnias el ``atole con el dedo'' de un tardío e insípido reconocimiento a su ``composición pluricultural''? Es preciso encontrar un nuevo federalismo: incluyente, democrático, creativo; uno que saque a las etnias del ``indigenismo'' que engendra la capitis deminutio, y reconozca su derecho a la libre determinación a lo largo y a lo ancho de la República. ¡No escondamos la autonomía indígena en el sótano de nuestra pirámide social!

Regresamos con Felipe González y Luis Hernández. Pregunta el periodista: ``¿cuál es la función de los regímenes autonómicos?''. Contesta el andaluz: ``es un fenómeno interesante (...), de la capacidad que tengamos para analizarlo (...) va a surgir la nueva dimensión de la política''. Por lo pronto, España les ha otorgado a las provincias autonómicas el derecho a tener su propio presupuesto, su sistema educativo, su lengua, su bandera y una policía autónoma. ¡No se podía haber ido más lejos sin otorgarles la independencia plena! Sin embargo, deberíamos evitar a toda costa la tentación de legislar unilateralmente sin escuchar las voces de los pueblos indígenas, o de hacerlo con un criterio meramente político. Podríamos caer en el vacío de artículos constitucionales paternalistas desprovistos de contenido social. O, peor aún, en el estancamiento de la paz.

``Unidos, iniciaremos una nueva relación con los pueblos indígenas'', promete la retórica oficial en comerciales televisivos destinados a demostrar que el gobierno cumple los Acuerdos de San Andrés. Ojalá. La República no vive en estos momentos su mejor hora. Asediado por el desorden de los mercados internacionales y la dramática caída de los precios del petróleo, nuestro frágil crecimiento económico se encuentra atrapado en la encrucijada del conflicto chiapaneco, sin la comodidad de la reforma política.