Los Acuerdos de San Andrés constituyen el único éxito conseguido en la mesa del diálogo entre el EZLN y el gobierno de la República, pero esta victoria de la razón se ha evaporado: en lugar de una reforma constitucional respaldada tanto por los zapatistas como por el gobierno, sostenida por todos los partidos, ahora tenemos en puerta la discusión de varias iniciativas de ley, carentes por sí mismas del apoyo suficiente para su inmediata aprobación y, por tanto, dependientes de los equilibrios del juego parlamentario.
Indecisiones, retrasos, intolerancias pueriles y cálculos sectarios echaron por la borda la importancia política de los acuerdos, su valor simbólico para la paz, haciendo de la ley en ciernes un verdadero fetiche de los juristas, como si de su aprobación dependiera, solamente, la solución inmediata del conflicto en Chiapas. Se olvida que se trata de un punto, muy importante sin duda, pero en definitiva no es todavía, ni mucho menos, el acuerdo de paz que debería culminar todas las negociaciones.
La decisión del gobierno de enviar una iniciativa por su cuenta y riesgo cambia, evidentemente, el curso del conflicto chiapaneco y obliga a las partes a un reexamen sereno de la necesidad de volver a la mesa de negociaciones, discutiendo todo lo que sea preciso para evitar nuevas suspensiones, incluida la agenda y todos los mecanismos si es necesario. El Congreso tiene que ratificar que no está dispuesto a otra salida que no sea el diálogo. No sería ocioso. La tentación de romper lanzas es enorme y sumamente peligrosa para el país. Parece elemental bajar el tono de la confrontación verbal, antes de que ésta pase al terreno irreversible de los hechos. El gobierno tiene que hacer una declaración explícita desvinculando el tema de la reforma constitucional de la vigencia de la ley que hoy da cauce al diálogo, la coadyuvancia del Congreso y la mediación. Los zapatistas deben volver a la negociación. De otro modo la crispación se tornará insoportable, con grave riesgo para la solución pacífica del conflicto.
Es difícil responsabilizar por esta situación sólo a una de las partes en conflicto. El primer gran error en cuanto a los Acuerdos de San Andrés fue creer que podía pasarse una reforma constitucional ahorrándose la deliberación en el Congreso, las ``instancias de debate y decisión nacional'' a las que aluden los Acuerdos. La pretensión de que, una vez asumido por las partes, el texto elaborado por la Cocopa se aprobaría automáticamente tenía, sin embargo, una justificación: dado que allí estaban representados todos los partidos, ¿qué más se necesitaba para promover la aprobación de la ley sino un gran acuerdo parlamentario? Sin embargo, como se demostró más adelante, en nuestra surrealista normalidad democrática no era tan fácil: el consenso de la Cocopa no era el de su partidos, de tal modo que no hubo posibilidad alguna de presentar una propuesta final unitaria, capaz de tomar en cuenta todas las consideraciones de las partes, preservando los acuerdos firmados en San Andrés. Esa responsabilidad, en definitiva, hoy corresponde al Congreso.
Se ha dicho categóricamente que la reforma resultante será ilegítima o, en el mejor de los casos, inútil. Pero esto no es así. Las opiniones derogatorias no ayudan a despejar el panorama, lo complican. El trabajo del Constituyente Permanente en materia de derechos de los pueblos indios deberá considerarse por su propios méritos, sin descalificaciones previas. Toca ahora a los partidos (que elaboraron antes el proyecto de la Cocopa) hacer que la letra de la ley corresponda plenamente al espíritu de los acuerdos pactados en San Andrés. Esa es su responsabilidad irrenunciable.
Si recapitulamos sobre los acontecimientos de los últimos meses, incluyendo la matanza de Acteal, queda claro que estamos ante una debilidad mayor que la derivada de la interpretación de los Acuerdos: En vez de asumir el debate sobre la ley en el marco de una visión estratégica que busque ir, aquí y ahora, al fondo de las causas sociales y políticas que están en la base de la cuestión indígena (en Chiapas desde luego, pero también en otras regiones del país, donde varios millones de indios mexicanos vegetan en la miseria, la opresión y la discriminación), las energías se dilapidaron en una reyerta ideológica sobre conceptos importantísimos cuyos contenidos, sin embargo, se convirtieron a fuerza de repetirlos en verdaderos artículos de fe, o en textos escolásticos que por su propia naturaleza resultan inmutables, indiscutibles o irrenunciables. Ya va siendo hora de poner en el centro a los pueblos indígenas.
O repetiremos el error.