Con la aprobación de las reformas constitucionales que habrá determinado el proyecto pripanista sobre derechos y cultura indígenas, se estará tributando un homenaje a la sinrazón y a la mediocridad política. Pasará a la historia como Los acuerdos de San Lázaro.
No hubo estremecimientos sociales cuando en enero de l992 se publicó la adición salinista al artículo 4¼ de la Constitución, con la que se protege y promueve el desarrollo de las lenguas, culturas, usos, costumbres, y formas de organización de los pueblos que sustentaron originalmente la composición de la nación. Quizá sólo los directamente interesados registraron un cierto avance en el dominio jurídico, pero no en sus comunidades. Fue una reforma en frío y de alcances muy limitados. Con la reforma que viene, presumiblemte sí va a haber estremecimientos, que van a ser extensos e intensos a causa del repudio casi general.
¿Por qué ha de ser así si esta reforma, de todos modos, es más amplia que la de hace seis años? Pues porque es una reforma que no viene del frío, sino de una guerra que nos alarmó a todos los mexicanos y que ganó la atención mundial incluso --y principalmente-- mucho después del armisticio; porque no corresponde a lo pactado entre las partes beligerantes en San Andrés Larráinzar, sino básicamente a lo acordado por dos partidos políticos al margen del proceso de pacificación y porque, consiguientemente, da la espalda a las expectativas de los indígenas.
Más allá de su valoración puramente jurídica, la reforma es lamentable porque no equivale al cumplimiento de un acuerdo, sino a su simulación, porque implica la derogación de las leyes que obligaban a la suspensión de hostilidades (aunque en el caso del ejército nacional esa suspensión haya sido siempre muy relativa) y creaban órganos y mecanismos de mediación indispensables para garantizar el diálogo y asegurar el proceso de pacificación. Destrozado el principio de bilateralidad, la estrategia gubernamental y pripanista, que con razón ha sido calificada de irresponsable, da por concluido el proceso pacificador, acaba con mediadores y coadyuvantes y cuenta con decretar el desarme de los zapatistas insurrectos y, si se niegan, con someterlos por la fuerza. Así de simple y de simplón.
Es decir, en esa estrategia está el fin del diálogo y de la agenda de San Andrés, de la que no se había allanado sino el primer punto, la reanudación de la guerra, ahora en condiciones más ventajosas para el ejército nacional por el número impresionante de sus efectivos y su presencia en las zonas propiamente zapatistas y en las cercanas a ellas. En otras palabras, a los insurrectos no les espera sino la muerte o la cárcel. ¿Será?
Así, como diría Bernard Shaw, se está confundiendo el arte de gobernar con el arte de someter. Pero habrá que someter a una buena parte de la sociedad mexicana, que ha seguido el conflicto paso a paso y puede distinguir entre los importantes Acuerdos de San Andrés y los unilaterales y caricaturescos acuerdos de San Lázaro. Los muertos de Acteal fueron un brusco sacudimiento de la conciencia nacional.
¿Cómo sería tomado el exterminio del EZLN y de una parte de la población indígena civil? ¿Y cómo lo tomarían las organizaciones mundiales que han estado muy pendientes del conflicto chiapaneco?
No se puede gobernar en el centro del repudio salvo en el caso de vocaciones dictatoriales. Tampoco se puede aspirar a triunfar legítimamente en las urnas después de acciones tan censurables como la que dos terceras partes de los mandatarios están por consumar en el Congreso. ¿Es tiempo aún de que la razón recobre sus fueros y se analicen las consecuencias del autoritarismo y la unilateralidad? Lo dudo, y me gustaría estar equivocado y que los hechos me desmintieran.
Con la aceptación de compromisos, seguida por su desconocimiento, algo muy importante están perdiendo el presidente Zedillo y sus servidores parlamentarios, y es la confiabilidad. Lástima que en ese juego equívoco perdemos todos.